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Actualizado: 09 dic 2016 / 00:48 h.
  • A propósito de un vestido de torear
    Morante acudió a la capilla del Baratillo vestido de torero. / Manu Gómez
  • A propósito de un vestido de torear

La noticia dio pie a esta historia. Morante había donado un precioso vestido de torear de originales bordados en oro sobre una seda verde lago a la hermandad del Baratillo. Es el mismo traje que escogió el pasado 15 de abril para estoquear una corrida de Núñez del Cuvillo en la plaza de la Real Maestranza. Era su cuarto compromiso en el abono sevillano y fue, definitivamente, la fecha de su reconciliación con la afición hispalense. Atrás habían quedado -ahora sí- dos largos años de distanciamiento que, como las aguas pasadas, ya no mueven molino. Aquella tarde abrileña, tal y como hizo en los compromisos anteriores y aún haría en el que tenía que cumplir en septiembre, estuvo precedida de un gesto especial. Morante hizo una estación muy particular antes de hacer el paseíllo. Vestido de torero y seguido de su cuadrilla salió del hotel, cruzó a pie las calles del viejo arrabal y entró en la capilla de la hermandad del Baratillo -emulando al mítico Pepe Hillo- para postrarse a las plantas de la Virgen de la Piedad. La cámara del gran Manu Gómez estaba allí para captar el momento.

Aquella tarde cortó dos orejas que coronaron la faena de mayor calado artístico del ciclo. Hace sólo algunos días oficiaba la entrega del vestido a la hermandad, a la que había acompañado este mismo Miércoles Santo como nazareno de botones rojos. Pero ese traje de luces de delanteras inusualmente bordadas escondía otras claves que revelan una faceta poco conocida de Morante: su afán enciclopédico; la cualidad de estudioso del toreo y todo el universo taurómaco. Aquel vestido -todos los que ha escogido el diestro de La Puebla para cumplir la temporada 2016- no dejaba de ser una propuesta para viajar a la Edad de Plata, un apasionante periodo artístico y taurino sin el que no se puede entender el universo estético del torero cigarrero.

Los trajes de delanteras bordadas, sin los clásicos golpes de alamares, caracterizaron aquella época febril para las artes y las letras. No hay que perder de vista el telón de fondo que prestaban las vanguardias y el regionalismo musical y arquitectónico. Algo estaba cambiando a la vez que se acerca la exposición iberoamericana que mudó la piel de Sevilla: también en el lenguaje taurino; y hasta en el atavío de los toreros. Pero hay una bisagra definitiva que marca un punto de inflexión. La muerte de Gallito en Talavera sentenció toda una época del toreo pero también supuso un antes y un después en muchas cosas. Casualidad o no, aquellos trajes de bordados enterizos se popopularizaron rápidamente a la caída del coloso de Gelves.

No sabemos si Joselito, que controlaba hasta el más mínimo detalle de la profesión, habría consentido aquella innovación indumentaria que venía a prescindir de los bizarros alamares de bellotas y chorrillos que habían adornado la ropa de torear desde la época de Paquiro hasta la Edad de Oro de José y Juan. Belmonte no sucumbió a la moda y siguió luciendo los antiguos golpes de pasamanería. La imagen que acompaña este reportaje -la alternativa del Niño de la Palma en el Corpus de 1925- refleja el choque de esas dos épocas representadas en dos maneras distintas de vestirse de luces. Belmonte había sido pionero en prescindir de muchos aditamentos de la torería añeja pero permanece fiel a la antigua forma de vestirse de torero. Frente a él, un jovencísimo Cayetano Ordóñez -padre del gran Antonio, bisabuelo de los hermanos Rivera- recibe los trastos del oficio con un vestido que es fiel a la nueva moda: los bordados desbordan las delanteras de la chaquetilla, que se estiliza airosamente y realza la figura del nuevo matador, mientras que los clásicos golpes desaparecen de las bocamangas y las aberturas de la taleguilla.

La muerte de Gallito entonaría el gori gori de otras señas de identidad taurinas que hasta entonces se consideraban inamovibles. Es el caso de la coleta, reconvertida en un postizo unido a la clásica castañeta en las tardes de toros. También terminó de caer la ropa corta de calle. El torero, lejos del tipismo costumbrista y decimonónico, se había convertido en un señorito. El propio Morante rescató la antigua coleta algunos años aunque ahora la ha sustituido por el recogido de su abundante pelambrera, sujeta con la clásica moña de morillas de sabor romántico. Aquella moda rememorada por el genio de La Puebla tampoco llegó para quedarse. Se marchitó a la vez que la Edad de Plata apuntaba a la Guerra Civil. Volvieron los viejos alamares pero notablemente recortados. Llegaba el tiempo de los cañones.