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Actualizado: 03 sep 2018 / 17:45 h.
  • Morante: a treinta años de un debut
    El niño José Antonio Morante Camacho juega al toro en las calles de La Puebla. Empuja el carretón su primo Juan Carlos, su actual mozo de espadas. / Archivo Morante de la Puebla
  • Morante: a treinta años de un debut
    Imagen publicitaria de las primeras pinitos de novillero. / Archivo A.R.M.

La anécdota es bien conocida. José Antonio Morante Camacho, un niño aún, ganó su primer dinero toreando al viento. Fue en las calles de La Puebla, ensayando lances de salón con su pandilla de amigos. Un mercedes se paró junto a la tropilla de torerillos para contemplar las maneras de aquel chiquillo cetrino que se distinguía sobre los demás. El espectador era Antonio Ruiz, Espartaco padre, que entregó al chaval una reluciente moneda de veinte duros que se antojaba premonitoria.

José Antonio siempre había querido ser torero. Un 6 de enero los Reyes Magos le sorprendieron con un vestido de torear de juguete que aún conserva. Su vocación era firme. Y un niño era aún –sólo tenía nueve añitos de calendario– cuando su nombre se anunció para actuar delante de un becerro en la placita que se había improvisado en Villamanrique de la Condesa. Era el 3 de septiembre de 1988, hoy hace justo 30 años, que han dado para mucho. Aún quedaban tres años más para su debut más formal, el 3 de agosto de 1991, en Montellano. Vestía un viejo traje celeste y oro que, ahora sí, daba el definitivo pistoletazo de salida a una carrera que se vería espoleada en aquellos años locos vividos al lado de Leonardo Muñoz, su definitivo descubridor. El Nazareno montaba festejos aquí y allí -rodeados de mil peripecias- sabiendo que tenía entre las manos un diamante en bruto. El debut con picadores llegó el 16 de abril del 94 en Guillena mientras crecía el ambiente y las esperanzas de los aficionados. La alternativa, tres años después, la tomó en Burgos en medio de las primeras discrepancias con los Pagés que, con sus respectivas reconciliaciones, han marcado la carrera del diestro cigarrero.

A partir de ahí, la carrera de Morante se escribe en dientes de sierra, incluyendo su única Puerta del Príncipe, vestido de grana y oro en la Feria de Abril de 1999. Un año después llegaría la gravísima cornada que partió en dos tantas cosas; la frustrada exclusiva con los Canorea; las égidas de 2004 y 2007; los preocupantes problemas psiquiátricos que le obligaron a viajar a Miami para ser tratado; el imposible apoderamiento de Rafael de Paula y las fallidas parejas profesionales; las ausencias de la plaza de la Maestranza y las vueltas jubilosas... pero, sobre todo, la creación del personaje que, de alguna forma, oculta la verdadera y más profunda alma de artista de un torero irregular, inimitable, enciclopédico, profunda y verdaderamente natural.

Morante esbozó su última retirada –realmente no fue tal– en la yema de agosto de 2017. En mayo de este año se volvía a enfundar el vestido de torear –un original terno inspirado en un antiguo capotillo de Manolo Vázquez- en la plaza de Jerez–. Antes de esa fecha ya era un torero de culto que navega por la temporada por encima del bien y del mal. Ha cuajado faenas para el recuerdo en plazas como Córdoba, Huelva o Almería y ya prepara su retorno en doble pase para la feria de San Miguel de Sevilla. Estaremos allí para contarlo.