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Actualizado: 05 jul 2017 / 11:39 h.

En los surcos que mecían las cuencas de sus ojos habitaban de la mano la nostalgia y la certeza. No le llegaba la camisa al cuerpo pero sí las campanas al alma. Las lágrimas se habían quedado abajo, mojando la plata de los zapatos del niño que tiene en brazos la Virgen de los Reyes. Estaba Rogelio Gómez en lo alto de la torre y miraba al horizonte por la cara que asoma al Alcázar, como buscando los ojos de su padre en el aire de la ciudad más hermosa del mundo. Lucía anudada la corbata más elegante del armario, la de las noches mágicas, y tenia puesta en el rostro una media sonrisa que peleaba por perderse entre las plumas de los cascos de unos músicos que, vestidos de azul sagunto, se disponían a tocar el sol cuando sólo quedaba la luna.

En la terraza de la esquina de Mateos Gago con Don Remondo, el notario de los repelucos de Sevilla, Antonio Burgos, le daba la mano a la brisa que entraba por las rejas de la clausura del Monasterio de la Encarnación, el hogar de las monjas que les dan recortes de sagradas formas a las horas de nuestra infancia.

Arriba, en el cuerpo sonoro de la torre fortísima, no había flores ni toranzos, ni más tráfico que los latidos de los corazones de media docena de músicos del Sol. Alli coexistían los clarines con los trinos últimos de junio y se anunciaban lágrimas de San Pedro y la salida al ruedo de la noche del toro del recuerdo, siempre dispuesto a herirte hasta la muerte.

A mil kilómetros de la bella tierruca que adora mi hermano Rogelio, tañían su bronce las damas rudas del volteo y la luna. Delante mía, lágrimas de un hombre que esa misma tarde acababa de jurar ante el evangelio otro periplo de amor incondicional a su cofradía de la Calle Adriano. Lloraba por los treinta y dos años de liturgia, por las veces que había subido y bajado aquellas treinta y cuatro rampas que conducen al cielo. Lloraba porque amaba cada ladrillo, cada arco, cada pellizco de argamasa de aquella torre. Y por su padre.

Acabaron las lágrimas y Rogelio empezó a bajar de la Giralda. A la Giralda se sube y se baja por sus mismas entrañas. En cada recodo buscó la sombra de su añorado Federico Pérez Estudillo –gastando bromas y sonrisas–. Bajó con temple, amando cada esquina, cada metro almohade limpio, gastado por los pies del mundo. Así bajó mi amigo la Giralda, hasta encontrarse en la Catedral con su Virgen de los Reyes. Y, ante Ella, se echó al suelo de rodillas como los alabarderos de la Banda del Sol, que a esa hora sin saberlo, le estaban clavando seis lanzas en el centro del corazón a Rogelio Gómez, un hombre que allí hincado dictaba a medianoche una lección magistral de amor a Sevilla.