Utilizando las mismas palabras con las que Machado se autorretrató en su famoso poema, puedo decir sin temor a equivocarme que mi hermandad ha tenido la mayor de las suertes al contar, desde hace ya 47 años, con la guía espiritual de un hombre que, ante todo, es «en el buen sentido de la palabra, bueno».
Permítanme la osadía de hablar hoy de un sacerdote del que se podrían decir tantas cosas positivas que no habría suficiente espacio en este periódico para enumerarlas todas. Por ello, me limitaré a hacer un breve esbozo de su personalidad con el ánimo de rendir un pequeño homenaje al decano de los directores espirituales de nuestras hermandades.
Quien lo conoce sabe que es un hombre discreto, afectuoso, profundo, modesto y muy caritativo. Otro de los rasgos peculiares de su personalidad es la exquisita sencillez y la sobriedad que tiene, tanto en el uso de los ornamentos sagrados como en todo lo que forma parte de su vida cotidiana, totalmente despojada de cualquier tipo de ostentación.
Desde que llegó en 1971 a la rectoría de San Esteban se hicieron patentes sus desvelos por la hermandad, integrándose en ella desde el primer momento, incluso, como nazareno de cirio acompañando a la madre de los Desamparados, en su anual estación de penitencia, bajo el anonimato del antifaz.
Fue uno de los impulsores de la integración y de la participación activa de las mujeres en la vida de la hermandad, animándolas a crear la Comisión de Hermanas y apoyándolas en cuantas actividades proponían.
Siempre ha estado dispuesto a servir a la hermandad en todo lo que se le ha requerido, sin excusas y con la mejor disposición. En todos los actos que se organizan, ya sean cultos, retiros, actividades formativas, convivencias, misas en los campamentos de verano, cabildos o un largo etcétera, su director espiritual ha estado presente, salvo contadas excepciones y por razones de fuerza mayor.
De la misma forma, siempre ha mostrado su total disponibilidad para impartir los sacramentos, tanto a hermanos como a feligreses en general.
Un hecho, que pocos conocen, es que fue él el sacerdote que ofició el funeral del torero Juan Belmonte, fallecido en las desgraciadas circunstancias que todos conocemos y por las cuales el clero era reacio a oficiar el acto.
Gracias, don José, por toda una vida dedicada, por encima de todo, a Dios, a la Iglesia y a la hermandad de San Esteban. Solo Él podrá pagarle todo el bien que nos ha hecho.