Por Roberto Iannucci, ganador de la XII edición de excelencia literaria
Las balas descargaban su furia sobre el vehículo blindado que los protegía de una muerte segura e instantánea. Desde que salieron de la base, los enemigos no habían cejado en atacarles con aquellos proyectiles que se hacían líquidos cuando impactaban.
Su hermana berreaba en el asiento especial de seguridad, situado en la parte trasera del tanque, con el rostro congestionado y un potente llanto. Para su año de vida, Raquel tenía un temperamento adecuado para guerras como aquella. Seguramente por eso los del bando contrario disparaban desde lejos, como si no se atrevieran a acercarse a ese “Hulk” en miniatura.
Su madre seguía tan tranquila, como siempre, conduciendo el tanque como quien monta en bicicleta, aunque se le notaba en los ojos, de expresión cansada, que la guerra le ponía nerviosa. Aunque, ¿quién no se altera si te bombardean sin previo aviso, justo cuando sales de tu base?
Y él... bueno. Él observaba cómo los proyectiles se deshacían en líquido cuando se estrellaban en su ventana blindada. A veces percibía a lo lejos los fogonazos de luz blanca que creaban las bombas, justo antes de que el estruendo de la explosión llegase a sus oídos.
—Gustavo, calla a tu hermana—le ordenó su madre.
El hijo obedeció sin rechistar y abrazó a Raquel con fuerza:
—Tranquila, ya mismo llegaremos al arsenal y mataremos a todos los malos —le susurró el niño al oído.
Pero Raquel no se calló. Chillaba como si la estuvieran matando. Pobrecita... creía que ese bombardeo era lo peor a lo que se podían enfrentar.
Y de pronto el tanque se detuvo en seco. Ya solo se oía el impacto de las balas contra el vehículo. Entonces, imprudentemente, su madre se deshizo de toda la seguridad que la protegía, se volvió hacia los niños y sonrió:
—Ya hemos llegado —dijo con alivio—. Venga, Gustavo, date prisa o llegarás tarde.
Como sabía que no podía protestar, el chico se quitó también su protección, abrió la puerta y salió al campo de batalla.
Los proyectiles cayeron sobre él en cascada, y le calaron hasta los huesos. Ese era el truco: las balas se convertían en un anestésico que inutilizaba al soldado.
—¡Gustavo! —gritó desde dentro del tanque su madre— ¡Coge el paraguas!
El niño obedeció con la mandíbula apretada. Los padres... siempre los padres. Tenían que fastidiar todos los juegos con sus visiones de la realidad, adulta y formal. ¿Por qué una tromba de agua no podía ser una refriega entre dos ejércitos? ¿Por qué viajar en el coche de mamá no podía ser una huida en tanque?
Se acercó a la ventanilla del piloto y cogió el paraguas justo cuando tocaba la sirena que indicaba el inicio de las clases. Ahora llegaba su realidad: tendría que sobrevivir al examen de Matemáticas.