La Pasión

A la sombra del magnolio

La Coronación de la Virgen de la Paz, el recuerdo de toda una vida

01 oct 2016 / 23:15 h - Actualizado: 01 oct 2016 / 23:16 h.
"Cofradías","La Pasión"
  • A la sombra del magnolio

Estaba echado su hombro apoyado en el tronco del árbol grande de las lianas mientras Ella en su palio paseaba de regreso una brisa de plata que flirteaba con la noche a los sones de Virgen de la Paz, el himno que don Pedro Morales esculpió para la Semana Santa. La luz de Sevilla refugiaba su muerte en los azulejos de la plaza que mejor conoce en la ciudad el llanto de un niño cuando un globo se escapa o el primer beso juvenil de dos amantes en ese abrazo en el que no existe más mundo que aquellos labios juntos. Permanecía quieto, bajo la sombra de aquel magnolio en cuyas raíces se había sentado tantas veces cuando los Domingos de Ramos eran aún de pantalón corto, pan con aceite, colonia y peine pasado cien veces por una cabeza que custodiaba dentro más de mil preguntas. Miraba a su Virgen del Porvenir, de vuelta a casa, atravesando con sus ojos arrugados un palio fácil de traspasar. Se enfrentaba a la cara de la Paz. Y lloraba. Ahora cerraba los ojos para escuchar la fe y el bullicio; ahora los abría, para empaparse de gloria sevillana, de cera gastada, de codales a medias y chaquetas salpicadas en un viaje de levantás valientes y brisa nocturna, fresca de vegetación y caliente por dentro. Aquel señor de medio siglo cumplido estaba sólo, ahora con la espalda contra el árbol gigante. Nadie se daba cuenta de su presencia porque todo el mundo la miraba a Ella.

Recordaba la blancura de los años primeros, el olor de la plancha en el salón y las lágrimas de su madre cuando le apretaba el cíngulo a una cintura llamada a sostener la firmeza desde la calle Río de la Plata hasta la Catedral ajustando a la vez la devoción familiar a la Reina del barrio.

Se agarró fuerte al recuerdo observando que los remates de aquellos varales eran más importantes que la altura de las torres de la plaza. Y seguía con las lágrimas en los ojos, convencido de que ese llanto se estaba llevando arrastrados unos años que jamás iban a volver. La Virgen de la Paz, con su corona, se marchaba del parque y aquel niño con medio siglo de infancia en los párpados cerraba un ciclo vital, una historia que arrancó cuando su padre, un Domingo de Ramos, le puso las manos en los hombros aún infantiles para decirle que un día vería a su Virgen de la Paz coronada cruzando el parque. Aquel anhelo tuvo lugar a la sombra del mismo árbol, sobre las poderosas raíces que a los niños les sirve como asiento natural. Su pandilla siempre descansaba en ese lugar después de subir y bajar el monte Gurugú y darle la merienda a las palomas.

Marchó de regreso a casa. Llevaba a su padre en el corazón, a su madre en la cartera y a la Paz en el alma. Entonces vio un globo volando alto, sorteando copas de árboles y nubes. Y echó la cuenta. Habían pasado unos cuarenta años. Era verdad, la Virgen ya estaba coronada. Se había cumplido la promesa que le hizo el hombre, que lo apuntó en la Hermandad, a la sombra de aquel magnolio.