A mi madre

Este domingo, en el día de las madres, he querido dar este homenaje a una madre con mayúsculas, a mi madre, una mujer en la que se conjugan todos los valores de la maternidad por encima incluso de su propia vida

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06 may 2018 / 21:26 h - Actualizado: 06 may 2018 / 22:36 h.
"Tribuna"

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Eran las siete en punto de la tarde de un 20 de mayo cuando se marchó, hace ahora casi cuatro años. Y lo hizo tranquilo. Fue una expiración de perfectamente ajustada a los cánones. El último doctor que lo atendió nos dijo, tras reconocerlo, que estaba llegando a su fin, que aquellos malditos espasmos musculares darían paso a una relajación y a una fase de respiración exagerada, con aspiraciones profundas de aire e igualmente expiraciones generosas, hasta que una de ellas, una de esas expiraciones fuera la última. Y esa última expiración llegó justo cuando el reloj marcó las siete de la tarde.

El ser humano se pregunta muchas cosas a lo largo de su existencia, sobre muchas cuestiones. Pero las preguntas que más nos inquietan son las relacionadas con la muerte, con el último adiós. La lógica de la vida, en ocasiones traicionera, nos dice que veremos marchar a nuestros padres y ese pensamiento nos atormenta. Pero sobre todo hay algo que a mí siempre me angustió mucho, a mí siempre me angustió imaginar que ese momento de la partida de mi padre o de mi madre me cogiera lejos y sin esperarlo. Una llamada repentina y fría que te comunicara la noticia. Pero afortunadamente, en el caso de mi padre no fue así y cuando el reloj dio las siete de la tarde de aquel día mis manos sujetaban fuertemente las suyas. Y créanme, ese momento lo llevo cosido en mi corazón y a pesar de ser uno de los peores lances que necesariamente la vida nos depara, debo decir que en el caso de mi padre fue un momento precioso.

Pero si de todos aquellos momentos vividos en la partida de mi padre me tengo que quedar con alguno en especial me quedo con uno que define a mi madre, que dibuja su grandeza. Ella, que sufrió muchos años por amor, se acercó a su cama cuando respiraba agitado, aparentemente inconsciente, y le susurró al oído «vete tranquilo, yo te perdono todo». Y tras regalarle ese último mensaje de amor, se apartó de la cama y yo vi como su respiración comenzó a ser menos agitada. Nadie me va a quitar el convencimiento de que mi padre la escuchó y en ese momento su enorme consciencia se liberó por completo. Eran cinco minutos antes de las siete de la tarde.

Mi madre siempre le amó incondicionalmente, a pesar de que él no podía corresponderle, porque no estaba enamorado de ella. Pero él era un torbellino de pasión y necesitaba continuamente buscar ese fuego, pero lejos de su hogar, lo que causó un daño infinito al corazón de mi madre. No podía luchar contra sí mismo.

Aquel 20 de mayo de 2014, cuando vi a mi madre susurrarle al oído a mi padre, minutos antes de su adiós, que le perdonaba todo, me quedé mirándola y entendí muchas cosas. Pero por encima de todo vi en ella una grandeza infinita, la grandeza de una madre que supo aislar a sus hijos del dolor y por supuesto del sentimiento más dañino para un niño, el odio. Mi madre sufrió su dolor pero nunca, absolutamente nunca, nos utilizó como arma arrojadiza contra mi padre y él lo sabía y por eso la respetaba inmensamente, lo que no hizo cuando estaban casados.

Los últimos días de mi padre fueron duros, pero sobre todo porque su conciencia le dolía mucho más que sus huesos invadidos por el cáncer. Y es que ver a mi madre sentada a su lado, ayudándole a todo lo que le hiciera falta durante aquellos días, antes de que sus ojos se cerraran para siempre, fue como un martillo golpeando sobre un yunque. Por eso, cuando le susurró al oído aquella frase de perdón, de ese perdón tan grande, tan sincero, tan de verdad, su conciencia, que era alquitrán en sus alas, se liberó y en ese momento voló tranquilo.

Yo no sé lo que es odiar, no he conocido nunca ese sentimiento. No sé odiar, no me han enseñado. Y mi madre, una mujer humilde, de su tiempo, sin estudios, pero con un corazón inmenso, disponía de todos los manuales habidos y por haber para haberme enseñado a hacerlo. Pero ella dignifica el concepto de madre y como una auténtica loba aisló siempre a sus hijos del odio y nunca permitió que sus circunstancias marcaran nuestras vidas.

Y nunca la verás triste, antes al contrario, siempre lleva consigo su sonrisa y sus ganas de agradar a todo el mundo. Su mochila la ha llevado ella sola, con elegancia y mucha dignidad. Y no digo que no tenga sus momentos de zozobra, claro que los tiene, pero no los comparte. Ella sólo comparte generosidad. Por eso doy gracias, doy gracias por haber podido tener la oportunidad de darme cuenta de esto que aquí escribo y sobre todo, por encima de cualquier cosa, doy gracias a mi madre por haberme apartado del odio y por haberme enseñado sólo un camino, el del amor.

Este domingo, en el día de las madres, he querido dar este homenaje a una madre con mayúsculas, a mi madre, una mujer en la que se conjugan todos los valores de la maternidad por encima incluso de su propia vida.

Y esto te lo digo a ti, mamá, no puede haber encima de la Tierra una persona con la conciencia más limpia que tú y ese es un tesoro que no tiene precio.