Ocurrió hace unos años, pero tampoco tantos como para pensar que no lo recordamos. El pleno municipal del Ayuntamiento de Sevilla decidió, en cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica, sustituir el nombre de la avenida Carrero Blanco por el de Adolfo Suárez. A una víctima de ETA se la apeaba del callejero para colocar en su lugar el nombre del presidente que indultaría años después a sus asesinos. El almirante y presidente de gobiernos franquistas, muerto en atentado el mismo día que comenzaba la vista oral del proceso 1.001 –proceso por el que Marcelino Camacho sería condenado en primera instancia a veinte años de prisión por el delito de ser sindicalista–, debía y tenía que ser olvidado por mandato legal de los representantes del pueblo español. Los romanos llamaban damnatio memoriae a una sanción similar que consistía en imponer una pena de olvido a los enemigos del Estado: borrar sus nombres, derribar y destruir sus estatuas y hasta prohibir que fuesen mentados público. La decisión de descabalgar a una persona del callejero de una ciudad por la misma causa que movió al Ayuntamiento de Sevilla a hacerlo con Carrero solo puede ser calificada de oprobio, pues es eso precisamente lo que se pretende cuando se coge el cincel y el martillo y se empiezan a quitar letras para que se vean las rebabas del yeso de la historia.
Convendría ahora que nos preguntásemos si esta acción no es per se más dañina para la memoria de una víctima de ETA que los malos chistes de una prolífica tuitera que solo veían, si es que lo hacían, sus seguidores. Como la respuesta no puede ser más que afirmativa, tendremos que convenir que lo que se dice a continuación es certero: si la Audiencia Nacional no actuó contra la corporación municipal por desacreditar, menospreciar o humillar a una víctima directa del terrorismo, nunca debió hacerlo en el enredo de la tuitera de los negros chistes. No parece tener lógica, habida cuenta de la desproporcionalidad en el daño ocasionado. Pues bien, como es esto justamente lo que ha ocurrido nos ahorraremos el escándalo, no así la preocupación.
Coda: a los delitos de opinión les ocurre como a los cuchillos de doble filo, que su mera existencia es un riesgo latente para el que los tiene y patente para el que los aplica. Porque mirados ambos supuestos con cristales de constitucionalidad, y más allá de lo que podamos pensar individualmente sobre ellos, ninguno de los dos debe merecer reproche penal alguno. Añadiré algo que creo que es importante saber: la Unión Europea, por ejemplo, tiene claro que la apología del terrorismo solo debe reprimirse penalmente cuando ella misma genere un riesgo cierto de que se puedan cometer atentados. Lo demás es debate social, nos guste o no. ~