El pan ha sido siempre emblema del alimento, del comer. Dame pan y dime tonto. En la etimología de compañero encontramos ese significado: con quien comparto el pan. Los antiguos trabajaban por el pan suyo de cada día, y soñaban con que cada niño llegara con su pan debajo del brazo. El niño yuntero de Miguel Hernández, “con una ambición de muerte, despedaza un pan reñido”. Mi abuela lo tenía claro: “En todas partes hay lo mismo: gente que quiere pan”. En fin, que siempre nos pareció que había vida si había pan.
Pero el pan se ha convertido en una metáfora, y no me refiero solo a esa prima que ha tenido todo el mundo que comía sin pan aunque uno nunca supiera qué hacer con la mano izquierda. Quiero decir que hoy en día, cuando decimos pan, no nos referimos literalmente al pan. De hecho, el consumo de pan en nuestro país -siempre tan de pan y papas- se ha reducido a una cuarta parte en las últimas décadas. Según datos del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, mientras nuestros padres o abuelos consumían 134 kilos de pan por habitante y año, esa cifra se ha reducido actualmente a 31 kilos. Y, encima, no todo ese pan es pan de verdad. De hecho, ya no hay pan sin apellidos; ahora queremos pan integral (que tantas veces no lo es), pan de centeno, pan de leña, pan artesano o pan de masa madre, por citar solo algunas de esas denominaciones que nada tienen que ver en realidad con los artesanos ni con la leña ni con las madres porque todos se hacen en la nave de un polígono industrial.
Por eso el próximo lunes, 1 de julio, entrará en vigor, por Real Decreto, una norma que coloca al pan español en consonancia con el europeo y regula cosas como las nomenclaturas y las verdades de la masa, es decir, que pretende servir para llamar al pan, pan y al vino, vino. Otra cosa es que lo consiga de verdad, porque, como decíamos al principio, el pan, emblema de lo cotidiano, se convirtió en metáfora de la supervivencia, y hoy nos hemos acostumbrado a sobrevivir sin llamar a las cosas por su nombre. Veremos.