Noviembre se despide de Sevilla sobre los viejos adoquines del ensamble pasional de Feria, Regina y Viriato, con la nostalgia asomando entre la ojiva de San Juan de la Palma de quienes ya no están, entre el jazmín tras la reja que anuncia la gloria y el humo de castañas que acerca a nosotros lo inminente, ofreciéndonoslo irremediablemente. Noviembre se despide entre azoteas, espadañas y torres, perfiladas por la difuminada luz rosada del atardecer, mientras el almanaque pasional de la ciudad se deshoja año tras año con su particular paleta de colores; de las golondrinas de septiembre a la algarabía que anuncia las vísperas de otra Cuaresma más, de los nardos de la Virgen de los Reyes, a las glorias, la Feria o al recuerdo de los difuntos, hasta llegar a la espléndida eclosión de sentimientos del día de las Esperanzas, dejando para el deleite íntimo de una Sevilla secreta, la cita con esa cercanía romántica que da el comprobar de cerca cómo se duele en Sevilla. Son los ojos de la Amargura ese reencuentro con quienes fuimos y con quienes seremos recordados, así como lo son sus manos, ya patrimonio indisoluble de esta ciudad tan representada en tantas cosas. Cada noviembre nos citamos con la íntima soledad de quien no encuentra consuelo ni en las palabras de San Juan cuando en su compañía enfila la calle Feria inundándolo todo de silencio blanco y señorío, a los sones del himno sentimental de nuestra memoria, cada Domingo de Ramos. Noviembre es Amargura, cuando baja del cielo al suelo para enseñarnos cómo se llora en Sevilla.