Amor de boquilla

Pero el chaval de la corneta, con el uniforme de su trabajo, agarraba el instrumento como si sujetara la cintura de aquella niña que tocaba el fliscorno, con ojos claros

04 nov 2017 / 22:02 h - Actualizado: 04 nov 2017 / 22:19 h.
"Momentos de Semana Santa"
  • Amor de boquilla

Llovía sobre la uralita del tejado de la nave de ensayo de la banda. La gotas gruesas golpeaban las planchas del techo sin lograr aplastar el sonido de los tambores de una batería valiente que cerraba los redobles con palos cortos, templados y directos al corazón de la armonía. El parche de la noche metida en agua destemplaba los cuerpos y en la pequeña barra del bar de la banda algunos padres pedían, con media sonrisa, una tacita de caldo caliente con hierbabuena y un chorreón de manzanilla de Sanlúcar. Era tarde y al director musical le faltaba voz para reñir, garganta para enfadarse y cuerpo para levantar con energía sus brazos. Un principio de bronquitis le estaba ganando el pulso y sus ojos empezaban a echar lágrimas afuera buscando el pentagrama de la manta caliente y el tazón de leche hirviendo con cacao en polvo. Serían las once de la noche de otro día más, de un ensayo como los de siempre, de otra jornada de entrega a una pasión que sólo entienden quienes la llevan galopando por las entrañas.

En la segunda fila de cornetas, un joven músico –aún con el uniforme de su empresa a la que dedicó diez horas del día– apretaba los labios y los latidos cruzando, un ensayo más, su mirada con los ojos de aquella chavala de fliscornos que tenía en su mirada dos mares azules capaces de enamorar a cualquiera. El joven adolescente apretaba su corneta como si besara en su boquilla los labios de aquella niña que le tenía con los pies lejos del suelo desde el concierto del debut de su joven amor, dos meses antes, cuando apareció con su pelo recogido y aquella coleta con el nombre escrito en el lazo que amarraba los cabellos más hermosos del planeta.

No paraba de llover y la banda, refugiada en la nave, obedecía a un director que a duras penas lidiaba el dolor de cabeza. Al borde del bolsillo, a punto de caerse al suelo, un paquete de Klynnex anunciaba desastre de vías altas y malestar general.

Pero el chaval de la corneta, con el uniforme de su trabajo, agarraba el instrumento como si sujetara la cintura de aquella niña que tocaba el fliscorno, la de los ojos claros. El chico soplaba y no dejaba de mirarla. No podía hacer otra cosa. Con los ojos le estaba jurando amor eterno. Ella, entre mirada y mirada a la partitura, asomaba a comprobar que el joven enamorado no cesaba en su costumbre (que realmente era necesidad) de clavarle los ojos en el alma. Terminó el ensayo y, un día más, el chaval se marchó mirándola por última vez. Hasta mañana. No era capaz de decirle, con palabras, que le parecía la chica más bonita de la ciudad, la más linda, y que estaba deseando besarle un día en la boca. Por eso la miraba tanto, y apretaba los labios en su boquilla.