Aprender a esperar con esperanza

09 dic 2017 / 20:38 h - Actualizado: 09 dic 2017 / 21:52 h.
"Religión","Navidad","La Biblia"

Para preparar la Navidad, ya tan cercana, nada mejor que acompañar en estos días a Santa María, tratándola con más amor y más confianza. Ella fue la primera creyente, la que se fio de la Palabra de Dios, la que se abrió a la voluntad de Dios en su vida, la que se preparó para acoger al mismo Dios en su vientre. De las palabras del Ángel a los primeros síntomas físicos de embarazo, María vivió de fe y esperanza, creyó realmente que Dios contaba con ella para ser madre de Jesús y por eso no desesperó ante las duras pruebas por las que tuvo que pasar.

La Virgen María fomenta en el alma la alegría, porque con su trato nos lleva a Cristo. Ella es «Maestra de esperanza». María proclama que la llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1, 48). ¿Quién es el motivo de su esperanza? Dios, porque para Él nada hay imposible. Por eso, ante todas las dificultades por las que tuvo que pasar, siempre se mantuvo en la esperanza: Dios caminaba con ella.

¡Cómo contrasta la esperanza de María con nuestra impaciencia! Apenas aflora la primera dificultad en nuestra vida y nos quejamos. Somos, muchas veces, incapaces de sostener el esfuerzo, de mantener la esperanza. El desaliento se apodera de nosotros. Debemos poner remedio al desaliento porque paraliza el esfuerzo para superar las dificultades que acontecen en nuestra vida.

En la práctica de nuestra vida cristiana y tareas apostólicas pueden aparecer el desaliento cuando recibimos críticas o comentarios injustos sobre lo que hacemos y cómo debemos actuar. Ante este hecho, no debemos desalentarnos. Si hacemos las cosas por amor a Dios y para su Gloria nunca fracasamos. Debemos convencernos de esta verdad: ahora el éxito nuestro era fracasar ante los demás. A pesar de las críticas y comentarios, debemos dar gracias a Dios y ¡comenzar de nuevo! No somos unos fracasados, hemos adquirido más humildad y experiencia ante Dios. Profundicemos en los sentimientos de Cristo ante el comportamiento de aquellos mismos a quienes tanto había favorecido. Necesitamos empaparnos de su ejemplo para saber dar a nuestros sentimientos y criterios un enfoque más sobrenatural. Nos falta ese sentido sobrenatural para ver a los que nos rodean como instrumentos de santificación y como medios que el señor nos ha puesto para purificarnos; sus defectos purifican los nuestros que también los tenemos.

Dentro de pocos días veremos en el belén a Jesús en el pesebre, lo que es una prueba de la misericordia y del amor de Dios. Podremos decir: En esta Nochebuena todo se para en mí. Estoy frente a Él: no hay nada más que Él, en la cruz de mi vida. No dice nada, pero está ahí...Él es Dios amándome. Y si Dios se hace hombre y me ama, ¿cómo no buscarle? ¿Cómo perder la esperanza de encontrarle si Él me busca a mí? Alejemos todo posible desaliento; ni las críticas ni las murmuraciones injustas, ni las dificultades exteriores ni nuestra miseria personal pueden nada ante la alegría de la Navidad que ya se acerca. Él es el único que merece todo nuestro amor. ¿Por qué empeñarnos en buscar cariño en otro corazón tan humano como el nuestro? El amor de Dios es inseparable de una gran confianza en Él, un fiarnos plenamente aunque no veamos el fin del camino por el que nos conduce.

Jesucristo proclama, desde el pesebre de Belén hasta el momento de su Ascensión a los cielos, un mensaje de esperanza. Jesús mismo es nuestra única esperanza. Él es la garantía plena para alcanzar los bienes prometidos. Miramos hacia la gruta de Belén, «en vigilante espera», y comprendemos que sólo con Él nos podemos acercar confiadamente a Dios Padre, como hizo María.

La esperanza debe llevarnos al abandono en Dios y a poner todos los medios a nuestro alcance, para una lucha ascética que nos impulsará a recomenzar muchas veces, a ser constantes en el apostolado y pacientes en la adversidad, a tener una visión más sobrenatural de la vida y de sus acontecimientos. Ninguna voz tendrá atractivo para nosotros si no nos conduce a la gruta de Belén, para que allí podamos humillar nuestro orgullo, ensanchar nuestra caridad y aumentar nuestro sentimiento de reverencia con la visión de una pureza deslumbradora.

Nuestra esperanza en el Señor ha de ser más grande cuanto menores sean los medios de que se dispone o mayores sean las dificultades. En cierta ocasión en que Jesús vuelve a Cafarnaúm, nos dice San Lucas que todos estaban esperándole. En medio de aquella multitud sobresale un personaje que el Evangelista destaca diciendo que era un jefe de sinagoga y pide a Jesús la curación de su hija: se postró a sus pies; no tiene reparo alguno en dar esta muestra pública de humildad y de fe en Él.

Inmediatamente, a una indicación del Señor, todos se ponen en movimiento en dirección a la casa de Jairo. La niña, de doce años, hija única, se estaba muriendo. Debe de estar ya agonizando. Precisamente entonces, cuando han recorrido una parte del camino, y al amparo de la multitud, una mujer que padece una enfermedad que la hace impura según la ley se acerca por detrás y toca el extremo del manto del Señor. Es también una mujer llena de una profunda humildad.

Jairo había mostrado su esperanza y su humildad postrándose delante de todos ante Jesús. Esta mujer pretende pasar inadvertida, no quería entretener al Maestro; pensaba que era demasiado poca cosa para que el Señor se fijara en ella. Le basta tocar su manto.

Ambos milagros se realizarán acabadamente. La mujer, en la que había fracasado la ciencia de tantos médicos, será curada para siempre, y la hija de Jairo vivirá plena de salud a pesar de que cuando llega la comitiva, después del retraso sufrido en el trayecto, haya muerto.

Durante el suceso con la hemorroisa, ¿qué ocurre con Jairo? Parece que ha pasado a segundo plano, y no es difícil imaginarlo un tanto impaciente, pues su hija se le moría cuando la dejó para buscar al Maestro. Cristo, por el contrario, no aparenta tener prisa. Incluso parece no dar importancia a lo que ocurre en casa de Jairo.

Cuando Jesús llega, la niña ya había muerto. Ya no hay posibilidad de salvarla; parece que Jesús ha acudido tarde. Y precisamente ahora, cuando humanamente no queda nada por hacer, cuando todo invita al desaliento, ha llegado la hora de la esperanza sobrenatural.

Jesús no llega nunca tarde. Sólo se precisa una fe mayor. Jesús ha esperado a que se hiciese «demasiado tarde», para enseñarnos que la esperanza sobrenatural también se apoya, como cimiento, en las ruinas del esperar humano y que sólo es necesario una confianza sin límites en Él, que todo lo puede en todo momento.

Nos recuerda este pasaje nuestra propia vida, cuando parece que Jesús no viene al encuentro de nuestra necesidad, y luego nos concede una gracia mucho mayor. Nos recuerda tantos momentos junto al Sagrario en que nos ha parecido oír palabras muy semejantes a éstas: No temas, ten sólo fe. Esperar en Jesús es confiar en Él, dejarle hacer. Más confianza, cuanto menores sean los elementos en que humanamente nos podamos apoyar. Tenemos tanta necesidad de Él que no tenemos más remedio que desear estar con Él. Es a quien únicamente le podemos contar todo, menos mal que su gracia y su fuerza no nos faltan.

La devoción a la Virgen es la mayor garantía para alcanzar los medios necesarios y la felicidad eterna a la que hemos sido destinados. Pidámosle que sepamos esperar, en estos días que preceden a la Navidad y siempre, llenos de fe, a su Hijo Jesucristo, el Mesías anunciado por los Profetas. «Ella precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor (cfr. 2 Pdr 3, 10)».