Aquel ruiseñor de Marchena

Dijo un día la Niña de la Puebla que solo a ella y a Marchena los recibían con bandas de música en los pueblos cuando iban a cantar en aquellos primeros coches que se paraban en las cuestas

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
02 dic 2016 / 22:53 h - Actualizado: 03 dic 2016 / 08:46 h.
"Desvariando"

Mañana se cumplen cuarenta años de la muerte de uno de los siete u ocho genios que ha dado el cante flamenco, no más, por muchos que haya en la actualidad, que salen genios como si fueran papas. Te mueres y al día siguiente ya eres un genio incomprendido. Me refiero al Niño de Marchena, a don José Tejada Martín, aquel ruiseñor humano al que todo un Chacón bautizó como La Vieja, de lo que sabía de cante y de la vida cuando apenas era un adolescente. Don Antonio supo ver en aquella voz y en aquella portentosa cabeza de músico al revolucionario que sería años más tarde, quizás el primero del cante jondo, arte al que aún le negaban el pan y la sal en teatros de prestigio y en los periódicos andaluces cuando nació Marchena, en noviembre de 1903.

Dijo un día la Niña de la Puebla que solo a ella y a Marchena los recibían con bandas de música en los pueblos cuando iban a cantar en aquellos primeros coches que se paraban en las cuestas. También recibían con música a la Niña de los Peines, antes que a Marchena y a Dolores. Hasta que la cantaora sevillana, cuando un toro mató a Joselito, dijo que no quería más música, sobre todo, que no le tocaran Gallito porque le recordaba cuando el hijo de El Gallo y la Gabriela, le decía en la Alameda: «¡Tengo hambre de tu cante, Pastora!». Y cuando La Niña le cantaba, el torero acababa rompiéndose la camisa y comiéndosela a besos ante la mirada de su madre, Pastora la de Calilo, quien no hubiera visto con malos ojos un buen casorio.
Como suele ocurrir con los cantaores que llegan rompiendo los moldes clásicos del viejo cante jondo, el Niño de Marchena fue recibido de uñas por quienes tampoco entendieron a Silverio o a Chacón. A Silverio lo acusaron de matar al cante gitano, cuando a su regreso de América, en 1864, decidió abrir cafés cantantes y crear una compañía de flamenco para convertir en profesionales a aficionados que hasta entonces eran alfareros, herreros, zapateros, carniceros o campesinos. Y a Chacón, el genio de Jerez, de dulcificar los cantes con su voz de tenor. Curiosamente, ninguno de los dos fue gitano.

Tampoco lo era Marchena, hijo de una sirvienta y de un campesino de este pueblo sevillano, aunque tuviera entre sus más grandes defensores a artistas calés como la Niña de los Peines, Manuel Torres o Tomás Pavón. También Silverio los tuvo. Es conocida la gran admiración que le profesaron siempre los Ortega y Curro Dulce, de Cádiz, y genios jerezanos como Manuel Molina, el Loco Mateo o Diego y Antonio El Marrurro. Hasta María Borrico, la gran seguiriyera isleña, adoraba al genio de la Alfalfa, aunque por ponerle algún pero, dijo una vez que el gaché de apellido italiano tenía los pinreles muy grandes.

Los aficionados de hoy se asombran cuando Miguel Poveda y Estrella Morente venden miles de entradas y llenan teatros por todo el país. Esto ya ocurría en los años treinta del pasado siglo con el Niño de Marchena, Manuel Vallejo y la Niña de los Peines, quienes llenaban plazas de toros con aquellos festivales de Ópera Flamenca que organizaban representantes de la época como Monserrat y Vedrines. Una época, por cierto, bastante atacada por los críticos de entonces y por los de ahora, cuando fue una etapa del cante en la que hubo una enorme concentración de genios y se llevaron a cabo avances muy importantes en el mundo del espectáculo, por no hablar de los discos que se grabaron.

Cuando se anunciaba a Marchena en algún pueblo se celebraban plenos extraordinarios en los ayuntamientos para organizarlo todo, en prevención de posibles altercados, puesto que no solo iban todos los vecinos a escuchar a la nueva estrella del cante, sino cientos y cientos de aficionados de pueblos cercanos, que llegaban en carros o en mulos y que llenaban las tabernas antes y después del espectáculo, acabando con todo el vino y las sardinas arenques. Nadie en toda la historia del cante flamenco ha tenido el carisma de Pepe Marchena, lo mismo de joven que siendo ya un cantaor maduro.

Como cantaor, Marchena era más largo de lo que han dicho siempre sus detractores, encasillándolo algunos en los fandanguillos, el cante de levante y los estilos llamados de ida y vuelta, como son la guajira, la vidalita y la milonga. Es cierto que en estos tres grupos de cantes fue un verdadero revolucionario, pero no lo es menos que destacó en muchos más estilos, también en los llamados básicos por el mairenismo, esto es, las seguiriyas, las soleares y las tonás, como si el fandango no fuera un cante básico, quizás el que más de la baraja flamenca.

Pero es que en esos llamados cantes básicos por Antonio Mairena y Ricardo Molina, Marchena grabó verdaderas maravillas en los 266 cantes que llevó a la pizarra, bastantes más que Manuel Vallejo y la Niña de los Peines, que fueron de los más largos de la historia del cante. Además, el marchenero grabó una antología de cuatro elepés que, si bien no quedó como él habría querido, es un verdadero tesoro musical. Algo parecido ocurrió con Juan Valderrama, uno de los discípulos de Marchena, que también fue encasillado en determinados estilos y en las canciones, cuando grabó más de cuatrocientos cantes solo con guitarra.

Nadie en la historia del cante ha estado casi sesenta años de primera figura, siendo el amo, como estuvo Marchena. A pesar de que siempre hubo quienes, con poder, quisieron bajarlo del trono. Algunos con malas artes, pero hoy no toca tratar ese tema, sino recordar que hace cuarenta años se apagó la voz más bien timbrada del cante jondo, un genio, un creador, un marchenero que pasó de guardar cochinos en su pueblo a ser admirado y venerado en todo el mundo e idolatrado por grandes músicos, poetas, escritores, pintores y actores. Y por el pueblo llano, del que nunca se fue y donde sigue habitando.