En los años setenta, con Franco aún vivo, en la barriada sevillana de Su Eminencia había una gran afición al fútbol y buenos equipos de la regional como el propio Su Eminencia, el Vírgenes o el Amistad. Los domingos eran una maravilla porque se llenaban los campos del barrio. Me he preguntado muchas veces qué hubiera sido de tantos y tantos jóvenes de esta barriada y otras cercanas como el Cerro del Águila, Juan XXIII, Rochelambert o las Candelarias sin el fútbol, con tanta droga y tan poco trabajo, de no ser por el fútbol. Cada equipo tenía su propia peña y en ella se hacía una gran labor por estos jóvenes con tan poco acceso a la cultura. Se vivía el fútbol no solo los domingos en los distintos campos, sino a diario, entre los entrenamientos y las actividades en las sedes de las peñas. Su Eminencia estaba preñada de béticos y sevillistas y cuando había un derbi se veían filas interminables de jóvenes que iban andando a los campos del Sevilla y el Betis, cuando jugaban Rogelio, Lora, Quino o Babi Acosta. Quiero recordar que solía ir un domingo al Betis y otro al Sevilla, aunque era bético, porque el club de Nervión tenía jugadores a los que admiraba, como, por ejemplo, el citado Babi Acosta, un genio con una clase fuera de lo común. Mis amigos béticos no entendieron nunca que admirara a jugadores del eterno rival y decían que no era un bético auténtico porque no odiaba al Sevilla. Pero es que por encima de los colores estaba mi afición al fútbol, deporte que practicaba de manera federada. Llegué a jugar en varios equipos, pero federado solo en uno, los Diablos Rojos del Barrio de Los Carteros. Recuerdo con mucha nostalgia aquellos derbis sevillanos de hace casi medio siglo, quizá porque era un adolescente que había abandonado el pueblo, Palomares del Río, para buscar un futuro en la capital. No es que hubiera mucho en Su Eminencia, con tanto paro y el escaso acceso a la cultura, pero con 16 años era un chaval lleno de sueños y de proyectos, algunos cumplidos y otros no. Por tanto, cuando había un derbi cogía mi bandera verde y blanca, mi gorra y mi bufanda y me echaba a la calle, convencido de que mi equipo me necesitaba y que era necesario en la rivalidad. Adoraba a Esnaola, Julio Cardeñosa, Antonio Benítez, Rafael del Pozo y Biosca, y cuando vinieron Megido o el argentino Eduardo Anzarda, un genio con una zurda de oro, mi amor por el Betis creció de una manera considerable. Aquellos derbis de la liga o el Trofeo Ciudad de Sevilla eran una inyección de vida, pero cuando perdía el Betis no iba a trabajar los lunes, amargado y pensando que aquel balón que pasó rozando el larguero nos hubiera dado la victoria. En un día como hoy sábado, de derbi, veo a los jóvenes preparando sus banderas y gorras y experimento una gran emoción, quizá por la nostalgia. No sería capaz de ir al campo, porque me lastima ya el ambiente del fútbol, pero cierro los ojos y me veo andando por la carretera que va al Benito Villamarín, la de Su Eminencia, o las calles que llevan al Sánchez Pizjuán desde esta barriada y reflexiono sobre qué hubiera sido de mi vida sin aquellos años en los que ganara o perdiera el Betis significaba tanto para mí. Que haya paz y que gane el mejor.