Aquí mismo

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19 may 2017 / 23:00 h - Actualizado: 19 may 2017 / 23:00 h.
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Parece mentira que en pleno siglo XXI se persiga o se desprecie a grupos determinados de personas, bien por su condición sexual, bien por creer en un dios o en otro, bien por el color de su piel. Y parece mentira que ocurra a la vuelta de la esquina. Porque, ya va siendo hora de asumirlo, ocurre a nuestro lado y no en las antípodas.

Queremos pensar que algo así está reservado a los países lejanos, atrasados tecnológicamente, llenos de fanáticos peligrosos; países que observamos con arrogancia por parecernos el reflejo más salvaje y cruel de este mundo. Queremos pensar en ello mientras miramos aterrados cómo suben a un muchacho de veinte años hasta la terraza de un edificio y lo lanzan como si fuera un saco de lentejas; y, mientras agoniza en el suelo, los que esperaban abajo, lo apedrean hasta acabar con él. Pero lo miramos tan aterrados como despreocupados. Porque eso nos queda muy lejos, porque no nos toca. Sin embargo, lo que no queremos asumir es que, en ese mismo momento, una banda de bestias está dando una paliza a un muchacho que iba agarrado de la mano de otro o que le besó al despedirse. O que en la empresa no sé qué alguien es despedido por sus formas amaneradas. Las cartas con las que jugamos respecto a los gays y lesbianas están marcadas. Nos guste reconocerlo o no esto es una forma, como otra cualquiera, de destrozar la vida de una persona. Más, digamos, elegante, libre de casquería.

Queremos pensar que eso de quemar vivas a las personas mientras se encuentran encerradas en una jaula es cosa de salvajes sin escrúpulos, de pueblos que viven instalados en un fanatismo arrasador. Y es verdad. Esas cosas no suceden en Europa o en Estados Unidos o en Australia. Eso es verdad. Tanto como que el mar Mediterráneo se ha convertido en una especie de fosa común gigantesca que se va llenando de cuerpos. Miramos las imágenes en televisión aterrados (en la televisión ya pone los pelos de punta casi todo puesto que se ha convertido en un escaparate de salvajadas y de tragedias como nunca antes había sucedido), pero no movemos un dedo. Mueren niños, mujeres y jóvenes que se juegan la vida cruzando una franja de mar a bordo de una patera. Por cientos. Pero no nos sentimos responsables. Nos apenamos mucho. Pero eso no va con nosotros. Y claro que sí tenemos mucho que ver con ello. Si la sociedad occidental se plantease ser un poquito más justa (solo un poquito) destinaría los recursos suficientes para ir arreglando un desastre descomunal que debería darnos vergüenza a todos. Pero no, porque si entregamos dinero a saber quién se lo queda por el camino, porque primero hay que arreglar lo de casa y luego, si es posible, se echa un cable a los pobres negritos. Que la crisis ha sido terrible. Decimos eso en lasa redes sociales, conectados con dispositivos de última generación, en la puerta de la parroquia (los que van), durante una cena en la que hemos dejado la mitad de la comida en la mesa. Mayor hipocresía no cabe. No quemamos vivo a nadie. Dejamos que sigan muriendo millones de personas de hambre. Eso sí con las manos inmaculadas.

Queremos pensar que nuestro fanatismo religioso no existe, que eso lo superamos en la Edad Media. Más o menos. Aunque es difícil de creer. De verdad que no termino de verlo. Recuerdo esas imágenes en las que una monja con su toca colocada (la toca es el adorno que las monjas llevan en la cabeza) justificaba la expulsión de un colegio de una cría por lucir su velo islámico. Nos lanzamos a mofarnos de lo que dice el Corán cuando no hemos abierto ese libro sagrado ni una sola vez en la vida. Damos por bueno que si hay una religión adecuada es la que reina en el mundo occidental. Que lo demás es cosa de pueblos bárbaros. Incluso los más ateos están arrimados a esta idea.

Parece mentira que estemos asistiendo al final de una civilización (sí, la nuestra) a través de las pantallas de televisión. Sin ser capaces de entender que lo que está pasando es tan grave, tan alejado de lo que debería ser nuestra condición de seres humanos, que nos llevará a desaparecer del mapa. Al menos a reconfigurar el mundo si queremos salir adelante como especie.

No miremos el televisor buscando la lejanía de lo atroz. Miremos alrededor para encontrar nuestras propias miserias, nuestra propia desvergüenza. Eso tan horrible lo tenemos muy cerca. Tanto que da miedo pensarlo. Aunque causa mayor terror estar consintiéndolo.