Era una mañana de enero, de esos días en los que Madrid te acaricia con manos heladas y la suela de tus zapatos parece recién sacada del estanque del Retiro. Puse una moneda, creo que de cincuenta céntimos, en la lata de aquel viejo que tocaba el violín en el túnel. Siempre he pensado que por el sonido que hace la moneda al caer en el fondo llegan a saber de cuánto es porque el violinista ni me miró. Subí las interminables escaleras preguntándome aún por qué el metro huele a podrido, carne de cañón y soledad. Llegué por fin a la Glorieta de Atocha y comencé a caminar hasta llegar al kiosco. Compré el periódico y me senté a leerlo en un banco de piedra, húmedo, muy frío. Coloqué sobre la piedra las páginas de color salmón, para evitar que la humedad me llegara a la columna. Para mí, que me precio de ser un analfabeto en economía, esas páginas son inútiles como un sello por triplicado. Y justo cuando leía que un golpe de estado ha fallado en la luna, ella se sentó a mi lado. Y allí, en aquel banco comenzó aquella nueva historia, creo que de amor. Y eso que yo ya le había pedido a Cupido la cuenta, pero cuando menos te los esperas el diablo va y se pone de tu parte.
Me había decidido hacerle frente al amor, porque cuando te dejan un siete en el corazón y un mar de dudas, entiendes que ciertos engaños son narcóticos contra el mal de amor y que tu corazón de repente vuela lejos de ti, como un éxodo de oscuras golondrinas. Pero por más que me repetía que un beso es sólo un asalto y la cama es un ring de boxeo, comencé a mirarla. En ese momento me echó un cable la lluvia, yo andaba con paraguas y ella no. Le ofrecí cobijarse y no lo dudó un instante. Su cuerpo entró en contacto con el mío. Olía como huelen los desengaños y a pesar de eso la rodeé con mi brazo para acercarla aún más a mí, con la excusa de que su hombro izquierdo se estaba mojando. Es increíble como los sentidos sienten sin miedo.
Me miró y me regaló una sonrisa que me penetró hasta el tuétano. Me dijo su nombre y me dio las gracias por cobijarla bajo mi paraguas. Le dije que hacía tiempo que no lo usaba, que lo guardaba en el cajón donde guardo el corazón. Sin anestesia, con la ingenuidad de una niña a la espera de algún príncipe azul, a pesar de que yo pensaba que las niñas ya no quieren ser princesas, me preguntó por qué mis ojos reflejaban tristeza a lo que le contesté que quería mudarme hace años al barrio de la alegría pero que no lo conseguía porque mi alma era un alma que no tenía y que todos los cuentos parecen el cuento de nunca empezar. Se quedó mirándome fijamente y, tras decirme con una dulce voz, que los amores que matan nunca mueren, me besó eternamente. Cuando retiró sus labios de los míos me preguntó «¿tú qué quieres?» y le dije «lo que yo quiero, corazón cobarde, es que mueras por mí». Y desnudos al anochecer nos encontró la luna...
Y hoy, tan roto que hasta por dónde estoy pasan de largo los terremotos, trepo por tus recuerdos como una enredadera, pero prefiero ser un ahogado en el Titanic que un polizón en tu cama. Y aunque lo intento, ¡maldita sea! ¡cómo no recordarte! hace apenas dos años, cuando eras la princesa de la boca de fresa, y yo era tan feliz cuando sabía que iba a verte que gritaba por la calle y pedía que se detuvieran las factorías y que la ciudad se llenara de largas noches y calles frías.
Para olvidarte me he bañado en la playa desierta del mar del olvido. Pero todavía hoy me envenenan los besos que voy dando y sin embargo, cuando duermo sin ti contigo sueño.
Sentado en mi sillón, mirando el tuyo, en el que tantas veces te vi reír, te pienso, mientras moja una lágrima antiguas fotos y una canción se burla del miedo. Ese sillón vacío que sin ti parece en mi salón una Kawasaki en un cuadro del Greco. No puedo evitar sonreír al recordarte caminar por Antón Martín, proponiéndome jugar a recorrer la calle sin pisar la unión de las baldosas. Te veía tan maravillosa, saltando de una en una y me decía a mí mismo «cuidado, chaval, te estás enamorando». No había vez que pasáramos y me dijeras que sólo en esa plaza había más bares que en toda Noruega. Y ahora estoy perdido en el pañuelo de amargura, sintiéndome extraño, como un pato en el Manzanares y quemado como el cielo de Chernovil. Por eso, iré al Rastro, venderé tu sillón y después partiré de viaje enseguida, a vivir otras vidas. Cualquier cosa seré antes que quedarme aquí sentado a llorarte. Y como además sale gratis soñar, con un poco de imaginación seré violador en tus sueños, arañazo en tu espalda y capitán de un barco que tuviera por bandera un par de tibias y una calavera.
Va por ti, maestro.
A veces imagino que tienes que huir del mundo repentinamente y que sólo te puedes llevar de él lo que te da tiempo a meter en una mochila. Querido Joaquín, tus letras, tus canciones, sería de las primeras cosas que metería en mi mochila porque me han acompañado siempre y me han hecho reír, llorar, soñar, admirarte en definitiva. Eres de mis seres imprescindibles y siempre me prometí que tenía que agradecértelo de alguna manera. Y yo, que siempre cumplo un pacto cuando es entre caballeros, tenía que hacerte este homenaje.