En la mesa de camilla, continuada con un par de caballetes, una tabla y un desnivel considerable que ni el mantel de las grandes ocasiones consigue disimular, es difícil encontrar tres platos iguales. Las sillas de la vecina acogen hospitalarias, mientras desde la ventana de la cocina de ese piso por donde mi infancia y adolescencia transcurrió, se cuela el recuerdo de las horas de diversión sobre las enfangadas calles de un barrio que ya ni siquiera me reconoce. Los platos vienen y van entre las risas de los que forman parte de mí; miro a mi padre, agradeciendo que no se echen en falta sillas vacías y miro a mi madre, artífice del milagro de organizar una cena de esa altura con tan poco.
Miro sus macetas, asomándose a la noche entre el fogonazo de los petardos y considero el tiempo de hacer balance; en breve aflorará la primavera a base de azahar y entusiasmo, anunciando capirotes por la Puerta la Carne y llegarán los volantes a la ciudad que nunca descansa de ella misma. Volverá el aleteo de abanicos y los caracoles mientras nos quejamos del calor insoportable. Y de nuevo llegará la caja del belén, cayendo en la cuenta de la fugacidad de un tiempo que se nos esfuma de una manera cruel.
Deshojo la primera hoja del almanaque anhelando salud, un Domingo de Ramos luminoso, mil atardeceres sanluqueños y el anhelo constante de que los Reyes me traigan el ansiado sueño de vivir de la escritura y viceversa, desde una azotea real. Y es cuando asoma a mi corazón D. Antonio Machado como la mejor manera de recibir el porvenir; «hoy es siempre todavía». ~