Bendito apagón

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04 mar 2018 / 23:22 h - Actualizado: 04 mar 2018 / 23:25 h.
"Tribuna"
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Estábamos apoyados los dos, mi buen amigo y yo, sobre aquella barra de madera llena de historia, una barra sobre la que soldados franceses del ejército de Napoleón apoyaron sus codos mientras se embriagaban con el suculento vino de naranja y con el mosto nuevo del Aljarafe sevillano. Una barra deformada, vencida, cansada ya de soportar arrobas y arrobas de vino dulce sobre ella, una barra que desde 1724 está allí, en la Pañoleta, impertérrita ante los avatares de casi tres siglos de historia.

Es maravilloso pararte a pensar y a recordar momentos que te hacen aflorar una sonrisa en tus labios. Es bonito sonreír, bonito y beneficioso para uno mismo, porque la sonrisa manda un mensaje al cerebro límbico, un mensaje de tranquilidad. Y el cerebro límbico interpreta que si estás sonriendo es que todo está bien, y al igual que Neptuno amansa los mares, una sonrisa es capaz de hacer amainar cualquier tormenta en nuestro sistema neuronal, haciendo disminuir la ansiedad y el estrés. Por eso, cualquier persona que te haga sonreír, es bueno tenerla siempre a mano.

Y entre vino y vino, hablábamos mi buen amigo y yo de cosas que nos reconfortan, porque los amigos de verdad están para eso, para hablar con ellos de cosas reconfortantes y para no parar de sonreír y de reír. Porque todos tenemos nuestros defectos, nuestras miserias, nuestras debilidades y lo menos que buscamos en un amigo es que te hable de ello. Y esto me hace recordar esa obra maestra de Paolo Sorrentino llamada La Gran Belleza. En esa genial película, su protagonista, Jep Gambardella, durante una reunión de amigos, se ve forzado a decirle a una altiva amiga que miraba por encima del hombro a los demás: «No rebatimos lo que estás diciendo porque te queremos y no queremos dejarte en ridículo. Pero todo ese orgullo, esa ostentación, esos juicios cortados con hacha esconden fragilidad y disgusto. Escondes mentiras. Nosotros te conocemos, te queremos. Conocemos también nuestras mentiras pero por eso, a diferencia tuya, hablamos de cosas banales, de tonterías y de inmundicias. No tenemos intención de medirnos con nuestra mezquindad». Impresionante.

«¿Tú percibes en mí algún síntoma de que en mi infancia haya vivido algo de lo que un niño no se pueda recuperar psicológicamente?», le pregunté a mi amigo, mientras bebía de su catavino un sorbo de vino dulce. Cuando dejó el catavino sobre aquella especie de montaña rusa que era la madera de roble de aquella barra, me contestó que sí, que percibía un montón de síntomas. Obviamente, nos echamos a reír ante aquella tontería. Pero le expliqué que mi padre, cuando yo era pequeño, con siete u ocho años, me llevaba allí, a la Pañoleta, para ver peleas de gallos que se celebraban en la trastienda de la Bodega San Rafael. Recuerdo como aquellos gallos se mataban a picotazos y los hombres apostaban por uno o por otro. Probablemente hoy, a mi padre le retirarían mi custodia por maltratarme así. ¡Cómo han cambiado las cosas en tan poco tiempo!

Nos pusimos un poco nostálgicos recordando a nuestros padres y ambos coincidíamos en algo muy curioso. ¿Es posible tener la sensación de amar a un padre que ya no está más que cuando estaba? Pues sí, así es, porque conforme vas cumpliendo años vas entendiendo muchas cosas y comprendes los sacrificios que hacen tus padres por ti. Cuando eres adolescente y los juzgas injustamente no te das cuenta del error. Y cuando te das cuenta de lo equivocado que estabas, ya no están contigo para abrazarlos y reconfortarlos.

Entonces mi amigo me contó algo que vivió días antes. Resulta que alquiló una casa de campo en la Sierra Norte de Sevilla para pasar el fin de semana. La casa disponía de una maravillosa chimenea en el salón, la cual encendió para disfrutar de su calor y sobre todo de esa danza del fuego que las llamas te ofrecen. Hay pocas cosas tan hipnotizadoras como una chimenea. Se sentó con su mujer en el salón. El ambiente era de total armonía. Sólo la protesta de sus hijos reivindicando que no había wifi rompía la magia. Sus hijos fueron a pasar aquel fin de semana a regañadientes. Mi amigo y su mujer buscaban disfrutar al menos de un día familiar. Pero sus tres hijos se recluyeron en sus respectivas habitaciones, enchufaron calentadores eléctricos y se dispusieron a ver series en sus ordenadores portátiles. Está claro que una cosa es sufrir ese canallesco fin de semana en compañía de sus padres y otra ya intolerable es hacerlo sin wifi, sin móvil y sin ordenador. Por ahí ya no pasaban. Y entonces pasó algo inesperado. Comenzó a llover a cántaros. Aquello parecía el diluvio universal. Y de repente se fue la luz. La casa se quedó a oscuras. Los calentadores eléctricos se apagaron y el frío se convirtió en nuestro generoso aliado. A los pocos minutos sus tres hijos fueron apareciendo en el salón, en busca del calor de la chimenea. Y entonces se sentaron los cinco, en torno al fuego, sin poder encender la televisión. Algo maravillosamente primitivo. Pero comenzaron a hablar, a dialogar, a reírse. Él contó cosas de su padre, anécdotas de cuando aquellos tres adolescentes eran pequeños. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras me contaba aquello. Me dijo que deseaba con todas sus fuerzas que no volviera la luz porque era la primera vez que vivía aquello. Pero la luz, pasada una hora aproximadamente volvió y con ella la magia se difuminó. Y me decía convencido que aquella hora a oscuras la recordaría hasta el final de sus días. ¡Bendito apagón!