‘Blues’ triste para el Corpus

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29 may 2018 / 20:20 h - Actualizado: 29 may 2018 / 23:56 h.
"La última (historia)"

La casualidad ha hecho que, poco antes de comenzar a escribir este artículo sobre la fiesta del Corpus Christi, me topara con La Inquisición en Andalucía, un libro de Antonio Cascales publicó hace ya muchos años contando avatares de la implantación en Sevilla de aquel tribunal a finales del siglo XV y allí volviera a ver los nombres de Diego Susón, Fernández Cansinos, Alemán Pocasangre y otros condenados en el primer juicio inquisitorial de la Historia.

Hasta entonces los días del Corpus, nacidos en la Bélgica actual, tenían más que ver con las creencias cristianas propias de cada época que con el papel de España en el mundo. Cuando Pocasangre, como mayordomo de la ciudad, cumplía las tareas de su cargo a la catedral aun le quedaba mucho para estar terminada (sin contar la Capilla Real y otras dependencias renacentistas que quedarían rematadas mucho después de la fábrica gótica). Aunque languideciendo, el reino de Granada y el de Navarra no habían sido incorporados a las coronas de Castilla y de Aragón, la conquista de Canarias apenas había comenzado y nadie de por aquí sabía que, por el lado del Océano Atlántico, entre Europa y Asía se extendía el inmenso continente que hoy conocemos como América.

El problema de los conversos judíos era un asunto local. En realidad no había más problema que el conflicto entre una naciente burguesía al estilo de la de las ciudades italianas (encarnada por estos conversos acostumbrados a los negocios) y las casa nobiliarias que, hasta entonces, habían llevado a cabo la conquista y colonización de las tierras andaluzas. La desgracia de esas clases ciudadanas emergentes estuvo en que faltaban algunos años para que Rodrigo de Triana gritara ¡Tierra! Y fuera entonces cuando se hiciera imprescidible la necesidad del préstamo y el interés. Los Fugger alemanes ocuparían su hueco.

La fiesta del Corpus se hizo sevillana cuando la ciudad se volvió Puerto de Indias y sobre la puerta de la Macarena se esculpío la soleá que decía:

Extremo será del mundo,

Sevilla, pues en tí vemos

juntarse los dos extremos.

La Sevilla en la que volvían a enlazarse las dos columnas del Hércules Carlos V después de recorrer –una hacia poniente y otra hacia levante– el mundo convirtió la fiesta surgida de las visiones de una monja de Lieja en la Fiesta Nacional por antonomsia, de un calado mucho mayor que aquella con la que los dogos celebraban los desposorios de Venecia con el mar: aquí tenía lugar (a despecho de Toledo y de Granada) el casamiento entre Dios y el Imperio del que Sevilla era su proa y pregonera.

Gracias a esta tierra el cristianismo, una creencia minoritaria, había pasado a ser la religión católica y entre Dios y España se había firmado una nueva alianza similar a la de Jacob había firmado con Yahvé y el imperio de Carlos V era la encarnación en la tierra de la universalidad del poder que tanto los reyes como los papas habían buscado desde que San Agustín, ante el naufragio de la Roma terrenal, encontró en la neoplatónica Roma Celeste. España había consumado el sueño de las dos espadas (la temporal y la espiritual) imaginado por el prontífice Inocencio III tres siglos antes, cuando el Sacro Imperio Romano Germánico de Federico Barbarroja se consolidaba y Fernando III llegaba al barrio de San Bernardo.

Por eso la alta ciudad –mitad conventos, mitad palacios– buscaban en ella la preeminencia y el conglomerado de la ciudad de abajo –los oficios y los gremios– pugnaban por superarse unos a otros con cantos de coros y cuerpos de baile renovados y mejorados cada año mientras en los barrios rivalizaban los grupos escultóricos en medio de las plazas, los cestos de frutas y las fuentes de las que manaba vino.

Cuando el viento de la Historia se llevó aquella Sevilla de la Casa de Contratación, también aventó el objeto del recorrido de la gran custodia de plata de Arfe, la hermenéutica del baile de los Seises, el orden establecido para las distintas representaciones... y, por supuesto, las fiestas de las plazas de los barrios.

Nunca se relacionó la sangre y el humo de aquel primer auto de fe en el que perecieron Susón, Cansinos, Pocasangre y otros con la decadencia en los años (los de verdad) de Murillo. Pero, aunque no les haya dedicado nunca ni un blue triste, seguramente, si la Sevilla del quinientos se hubiera asentado en lo que ellos estaban levantando, es posible que no se hubiera producido el hundimiento.

Porque no eran estos cristianos nuevos gente de tres al cuarto: formaban parte de las élites hispalenses. Susón era nada menos que Caballero Veinticuatro, o sea, concejal, también tenía cargos Ferández Cansinos y el mayordomo Pocasangre, además de propietario de la Hacienda nazarena de Quinto, era arrendador de la barca del Alamillo... y de otras cosas que tras su juicio y ajusticiamiento, pasaron a manos nobiliarias. Nadie recordó que, cumpliendo con el cometido de su mayordomía, tuvo durante años el cometido de preparar y lograr que se celebrara con la mayor solemnidad la fiesta que conmemoraba la presencia de Dios en esta tierra.