Hace ciento veinte años y dos días que fallecía en Viena Anton Bruckner. El creador de catedrales armónicas que componen una obra tan compleja y completa como para ser el momento de máximo esplendor de la música sinfónica.
Una persona de religiosidad plena, con rasgo de perturbaciones mentales: le atraían los esqueletos de los personajes famosos tanto como para asistir a sus exhumaciones y besar sus cráneos, por ejemplo Beethoven y Schubert. Obsesionado con la muerte: tenía en su casa solo una foto de su madre: amortajada.
Una persona que llego a ser el organista más famoso de su tiempo y que tras años de estudio empieza a componer con la premisa de ser el instrumento para expresar la grandeza de Dios. Maestro por tradición familiar pronto logró diferentes puestos de organista que le permitieron vivir y continuar estudiando hasta que, con más de cuarenta años, se traslada a Viena.
Los primeros años en la ciudad su vida es difícil: dificultades financieras y una fría recepción a su música. Sobrevive gracias a algunas clases particulares. «En mi vida habría venido a Viena si hubiese previsto esto».
Un tiempo donde la música estaba dividida entre los partidarios de Brahms y de Wagner y dominada por el crítico Hanslick, que atacaba de manera frontal y despreciativa a Bruckner. Tanto, que se cuenta que en una recepción con el emperador este se acerca al compositor y le pregunta si puede hacer algo por él, a lo que contestó: «Majestad, si usted pudiera hacer algo para que el señor Hanslick cesara de escribir esas cosas terribles de mí».
Permanente revisor de su obras, que escribía con una pulsión fervorosa y cambiaba de forma repetida ya fuera por decisión propia, aconsejado por los amigos, para satisfacer los gustos de la crítica o las modificaciones impuesta por los directores al interpretarlas. Estas variaciones llegan a unas dimensiones tan importantes, que en el año 1929 se funda en Viena la Sociedad Bruckner, para cumplir con el testamento del músico, en el que pedía que se publicaran sus propias revisiones como únicas que sobrevivieran.
Bruckner nunca llego a casarse, fue también un hombre sencillo, rústico e ingenuo. Hijo de la naturaleza, carecía de refinamiento, y solía decir inmediatamente lo que pensaba. Creó una obra musical que produce visiones de grandeza y es un sentido homenaje a su fe.