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Caballo de Troya

Siento una gran nostalgia al pasar por la antigua calle Oriente y recordar aquellos días en los que la acera del Bar Jota era un mar de sevillanos disfrutando de algo tan de aquí como es la cervecita del mediodía

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04 feb 2018 / 22:24 h - Actualizado: 04 feb 2018 / 22:24 h.
"Tribuna"

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Qué razón tenía Albert Einstein cuando dijo que la vida era muy peligrosa, y no precisamente debido a las personas que hacen el mal, sino a las que se sientan a ver lo que pasa. Hace unos días, tomando una cerveza en el eterno Bar Jota, me quedé pensativo, mientras disfrutaba de un exquisito trozo de bacalao, porque es imperdonable no hacerlo, y quise imaginar qué pudo suponer para los sevillanos pasar junto a los Caños de Carmona y observar, horrorizados, cómo los soldados franceses de la división del mediodía, que mandaba el Mariscal Soult, lavaban allí su ropa entre risas, mirando con prepotencia a los incrédulos vecinos de la ciudad, mientras estos agachaban su cabeza e intentaban pasar desapercibidos.

Muy atrás queda ya aquel 1 de febrero de 1810, día en el que las tropas de Napoleón entraron en Sevilla, según los historiadores: «Como Pedro por su casa», al igual que también quedan muy atrás aquellos días en los que Mercedes abría aquel grifo del que emanaba la preciada cerveza y era capaz de agotar un barril sin llegar a cerrarlo, llenando caña tras caña. Siento una gran nostalgia al pasar por la antigua calle Oriente y recordar aquellos días en los que la acera del Bar Jota era un mar de sevillanos disfrutando de algo tan de aquí como es la cervecita del mediodía.

Era el 1 de febrero, pero de 2018, y de repente, mirando hacia ese resto de acueducto almohade, brotaron en mi cabeza sorprendentes similitudes. Me preguntaba por qué los cerveceros de la ciudad habrían dado la espalda a aquel serpentín de salmuera que, al igual que el acueducto, tanto líquido y tanto bienestar transportó durante años. Porque, no sé si lo saben, pero ese resto de acueducto que vemos al aproximarnos a la ya imaginaria Puerta de Carmona, de la que tomó su nombre, llegó a disponer de hasta 16 kilómetros y traía diariamente hasta Sevilla, desde el manantial de Santa Lucía, ubicado en Alcalá de Guadaíra, la hermosa cantidad de cinco mil metros cúbicos del agua más pura y potable de la provincia. Pero como bien sentenció Einstein, muchos en Sevilla, en 1912, simplemente se sentaron a ver lo que pasaba, mientras unos auténticos irresponsables gobernantes decidieron demoler aquella fantástica obra de la ingeniería almohade, aludiendo, literalmente, que era «obra vulgar, sin rasgos artísticos, y desprovisto de interés arqueológico». ¿El motivo? El de siempre. Había que, según el Ayuntamiento de Sevilla, «realizar obras de urbanización y ensanche para las cuales, dado el plan de las mismas, se considera obstáculo el acueducto». Pero entre las personas que hacen el mal y las que se sientan a ver lo que pasa, existen otras que se revelan y que son a las que el padre de la Relatividad aludía, sin nombrarlas cuando pronunció esa frase. Cuando paseen por las Setas de la Encarnación puede que pasen por la calle de José Gestoso. Pues bien, piensen en que ese hombre, que murió en 1917, tan sólo cinco años después de que demolieran el acueducto, luchó denodadamente contra el Ayuntamiento de la ciudad para evitar aquella aberración histórica. Obviamente no lo consiguió y el acueducto fue reducido a escombros. Y no piensen que fue un gesto de sensibilidad de los próceres dejar en pie, a modo de reliquia, el trozo de acueducto que hoy vemos, majestuoso, en el barrio de la Calzada. Lo que sucede es que ese trozo del acueducto fue aprovechado como pilar de sujeción para el recordado Puente de la Calzada, que si no es por eso no queda ni un ladrillo en pie.

Era 1 de febrero de 2018 y caí en la cuenta de que tal día como ese, pero de 1810, las tropas de Napoleón, con el Mariscal Soult al frente, entraron en Sevilla y se hicieron dueños de la ciudad. No es de extrañar que Sevilla fuera la ciudad de toda España en la que más afrancesados proliferaron, siendo el más conocido Blanco White. Los afrancesados creyeron en aquel caballo de Troya y colaboraron sin contemplaciones al acomodo de los soldados en la ciudad. Creyeron que Napoleón traería a España, un país deprimido por aquel entonces, la prosperidad que el emperador llevó a Francia tras su revolución, pero nada más lejos de la realidad.

Desde aquel 1 de febrero de 1810 hasta el 27 de agosto de 1812, más de dos años, los sevillanos tuvieron que tirar de empatía y paciencia. Los gobernantes habían huido a Cádiz cuando supieron que los franceses ya estaban a la altura de Torreblanca. Los ciudadanos se quedaron solos, a merced del más preparado ejército de entonces. Fueron obligados a alojar a soldados en sus casas, a darles de comer, de beber. Y mientras los ilusos afrancesados propagaban a los cuatro vientos las bondades que el intruso traería a Sevilla, los hombres del Mariscal Soult saqueaban conventos, parroquias, monasterios y hermandades, mutilando el patrimonio de edificios sevillanos de singular belleza, arrebatándoles pinturas de Murillo, de Zurbarán, de Herrera el Viejo, de Roelas o de Pacheco, las cuales hoy se reparten por museos de medio mundo, vendidas al mejor postor por los descendientes del saqueador.

Dicen que la forma de ser de los sevillanos impidió que Sevilla fuera destruida como le pasó a Zaragoza, Tarragona o Madrid. Es curioso, pensé, mientras pedía otra cerveza para mitigar el efecto del bacalao, que el acueducto sobreviviera a Napoleón pero no un siglo después a un político español. ¡Cuánta razón tenías, Albert, cuánta razón!