Cada mañana, cada tarde, cada instante

La vida del revés

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17 mar 2017 / 23:52 h - Actualizado: 17 mar 2017 / 23:52 h.
"La vida del revés"

Mi padre fue militar. Mi hermano mayor también. He vivido toda mi vida en casas militares. Recuerdo, perfectamente, cuando salía camino del colegio y me encontraba en el portal con dos policías militares haciendo guardia. Recuerdo, perfectamente, salir a la calle con un primo de Sevilla, muy temprano por la mañana, y que me preguntara sorprendido por la cantidad de gente que dormía en la acera de mi calle. En realidad, eran padres de familia mirando debajo de sus coches para evitar que una bomba les quitase la vida. También recuerdo, perfectamente, a mis amiguitos llorando porque habían matado a su papá de un tiro en la nuca. Y recuerdo, perfectamente, esos días que llegaba mi padre y nos decía que había tener mucho cuidado con las cosas que encontráramos en la calle por si eran trampas, que habían recibido el aviso de que algo iba a suceder. Horas después alguien lloraba la muerte de un familiar. Desde niño eso lo vivía cada mañana, cada tarde.

Mi padre era un hombre sensato y procuraba no meter miedo a sus hijos. Jamás vi una de sus armas en la casa aunque siempre estaban allí. Apenas se hablaba de política, todo lo que le rodeaba estaba disfrazado de tranquilidad. Pero, cada mañana, escuchaba a mi madre cuando le pedía que tuviera mucho cuidado por el amor de Dios. Pero tuve que ver a mi padre pensando en algo que nunca dijo después de cada atentado (muchos de ellos se llevaron la vida por delante de compañeros y amigos). Pero crecí con el miedo de perder a mi padre o a mi hermano antes de tiempo. No sé si estoy siendo capaz de describir una infancia y una adolescencia cargada de angustia, de miedo, de incertidumbre. Algo que para un niño o un jovencito significa una losa difícil de llevar.

España ha cambiado mucho. Los militares ya no son el enemigo de la sociedad civil; ni la Policía, ni la Guardia Civil. El ruido de sables ya no se escucha en ningún rincón de España. El peligro terrorista es otro y las razones por las que un grupo de asesinos es capaz de matar no tienen que ver con la dictadura de un militar. Ahora, es una dictadura mucho más peligrosa la que se impone: el convencimiento de no tener futuro de alguien que se arrima a la religión para creer que merece la pena matar y morir al mismo tiempo. Que nadie se equivoque en el diagnóstico: un terrorista es un convencido, es alguien que cree en lo que hace. Si estuvieran locos como regaderas el problema se solucionaría con una caja de pastillas. Pero no es así.

Muchos días, tuve que guardar silencio al escuchar comentarios de algunos que llegaban a justificar de alguna manera que ETA existiera; comentarios que cambiaron cuando las víctimas comenzaron a ser civiles o políticos y ETA se convertía en un monstruo más universal. No sé si me dolieron más los unos o los otros, porque la sensación siempre era que, ser militar o alguien de su familia, era razón suficiente como para que te matasen porque el uniforme justificaba eso y mucho más. Matar a policías era una cosa llevadera, pero matar a un civil no podía ser. Escuchaba esas cosas que no eran explícitas aunque dejaban bien claro el mensaje y pensaba si alguien creía, de verdad, en la importancia de los uniformes y no en las personas. Era dolorosísimo.

Hoy, con el recuerdo agarrando las sienes, leo los titulares que anuncian el desarme unilateral e incondicional de ETA. Casi todos se quedan con la sensación de alegría ya que nadie más va a morir a manos de unos asesinos sin escrúpulos. Pero no, eso no es cierto. Son muchos los que se mueren de pena pensando en su padre, en su marido o su hermano. En esos que murieron porque unos salvajes decidieron un día luchar por algo completamente demencial.

El fin de tantos años salpicados de atentados no es mala noticia. Al contrario, soy el primero que lo celebra con entusiasmo. Pero que se nos olvide lo que ha pasado un segundo después es lo peor que nos podría pasar. Desde luego, yo recuerdo, perfectamente, cada minuto de mi vida. Y no pienso olvidarme de nada. De nada. No hay perdón para los asesinos aunque dejen las armas en una cesta con un lazo de color rosa. Estoy seguro de que se pudrirán en el infierno en el que han convertido sus vidas y las muertes de otros. Porque no hay jabón que te limpie las manos de sangre cuando has sido tú el que la has derramado. Pase lo que pase, morirán siendo los asesinos de ochocientos veintinueve personas. ~