Cimientos medievales

Los protagonistas de los hechos primigenios serán reyes o señores y héroes, pero en los modernos el verdadero líder será el pueblo

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17 dic 2017 / 21:37 h - Actualizado: 17 dic 2017 / 21:45 h.
"La memoria del olvido"
  • ‘Libertad guiando al pueblo’ de Delacroix.
    ‘Libertad guiando al pueblo’ de Delacroix.

El relato oficializado del devenir de la mayoría de los países europeos dibuja un hilo con momentos culminantes que marcan el paso de una edad a otra; hitos, llevados a cabo por sus héroes o por sus ciudadanos, que los diferenciarán no sólo de los países o las naciones de su alrededor sino de lo que cada uno de ellos era antes de que aquellos tuvieran lugar y darán así identidad a su población. Aunque todos aparecen encadenados, de entre esos momentos, uno, al menos, habrá servido para conferir la personalidad actual de la colectividad.

Los protagonistas de los hechos primigenios serán reyes o señores y héroes, pero en los modernos el verdadero líder y héroe será el pueblo, un concepto que pretendió abarcar a los desposeídos y plebeyos y, no queriendo basarse en la sangre familiar o en el título concedido por la divinidad o el monarca, tuvo que buscar su justificación en la geografía, la raza o la lengua.

El pueblo, tal como se lo imaginó en el XIX, o sea, viniendo de los siglos XII o XIII, se refleja, por un lado, en las novelas de aquel tiempo, Ivanhoe por ejemplo, guiadas por lo que alguien ha calificado como mala conciencia de los románticos, y, por otro, –piénsese en el Manifiesto del Partido Comunista– en la literatura de divulgación revolucionaria. Según esos estereotipos en Guillermo Tell estaría la semilla de nuestras libertades y nuestros sindicatos serían herederos de los líderes de un pueblo eterno, llegado hasta aquí desde la Prehistoria. Eso no es verdad; el pueblo que llega a la Convención parisina cantando La Marsellesa o el que asalta el Palacio de Invierno de San Petersburgo era, en todo caso, hijo o nieto del gestado en los dos siglos que van de los albores del Renacimiento a la Ilustración y nacido de un hecho singular en el que ya no son los reyes los que conquistan tierras sino que es la gente la que conquista derechos.

Por eso aunque la gran mayoría de los franceses se considere, de algún modo, descendiente del imperio de Carlomagno en el siglo IX, de las luchas de Juana de Arco contra los ingleses en el XIV, de la nación consolidada por Luis XIV a finales del XVII y principios del XVIII, sobre todo, se considerará hija de la revolución de 1789 –la Revolución Francesa– que cambió el mundo sumando fuerzas populares al parlamentarismo (nacido también en Gran Bretaña y en las antiguas colonias inglesas en América) y dando a la humanidad los grandes principios de la democracia: libertad, igualdad, fraternidad.

Algo parecido sienten los británicos con su mítico rey Arturo o con Guillermo el Conquistador pero serán los años que pasan por Enrique VIII, Isabel I y Oliver Cronwell, en el Renacimiento, o los de la reina Victoria, en el ochocientos, los que marquen su personalidad.

Los ciudadanos germánicos no desdeñan emparentarse con los Hohenstaufen o los Absburgos, autores de los dos primeros Reich contabilizados por el nacionalsocialismo para autoprestigiarse como fundadores del tercero- aunque sentirán que provienen directamente de la unificación y las reformas de Bismark; los italianos recordarán la potencia de Venecia, Génova y Florencia, sus grandes familias nobiliarias del Renacimiento y las luchas antiespañolas que refleja la novela Los novios, de Manzoni; serán no obstante los grandes episodios de su unificación o la toma de Roma al papado los que marque su Risorgimento, el nacimiento de la Italia actual. Los portugueses, por su parte, pondrán en las reformas ilustradas del Marqués de Pombal su referencia moderna.

En todos los países de nuestro entorno geográfico y civilizatorio, se recordarán como propios hechos antiquísimos (cuanto más antiguos mejor) pero serán uno o varios eventos próximos en el tiempo los que formarán la argamasa del puente que permitió el acceso de cada enclave territorial a la modernidad. Sin embargo en esta piel de toro en la que se encierra España no se produjo esa epopeya moderna; sólo se llegó con retraso y tras múltiples episodios ambivalentes a un parlamentarismo controlado por caciques y a tímidas reformas siempre contrarrestadas desde el lado más conservador. La inexistencia de esa gesta común en la cual participara activamente lo que, desde la independencia norteamericana y la Revolución Francesa, se denominó el pueblo, obligó a teóricos, políticos y liberales de nuestro siglo XIX a buscarlo más atrás y no pudieron encontrarlo sino en ese conglomerado secular de acuerdos y desacuerdos que, a partir de su mediación, se llamó «Reconquista»

Sin embargo la conquista o reconquista del suelo hispano por parte de unos reyes, señores y eclesiásticos cristianos en guerra con otros que seguían la doctrina musulmana, se desarrolló a través de una lucha con métodos y objetivos medievales en la que nada tuvieron que ver los objetivos populares y mucho los religiosos que acabaron configurando una nación llamada por Dios para cumplir en la Historia un papel parecido al del pueblo de Israel en el Viejo Testamento.

El pueblo –el tan manoseado pueblo español– no existió en las gestas medievales cristianas por mucho que busquemos. Pero como no había otra base que diera sentido al orgullo colectivo estatal, nacional, regional e, incluso, local fue de ese concepto mítico del que siguió nutriéndose hasta hoy tanto el sentimiento patriótico español como el de la mayoría de las comunidades autónomas, incluidas ésas en las que existe un complejo generalizado de superioridad (muy árabe en el fondo) que, con frecuencia, desemboca en la aspiración independentista.

Es la Reconquista medieval y no la Razón Ilustrada el cimiento del actual cainismo.