Mientras la prensa especializada se ralla la mollera tratando de imaginar cómo serán los pactos que nos permitan levantar una legislatura (aunque sea corta), uno se pregunta azorado qué tipo de consensos podrían construirse en un país donde no existe unanimidad ni en el himno, ni en la bandera, ni en la Constitución, ni en la lengua. Qué sana envidia he sentido cuando he visto a todas las selecciones menos a la Roja, cantar a voz en cuello sus respectivos himnos nacionales. ¿Por qué nuestro himno carece de letra? Porque esa hipotética e improbable letra podría ofender a los que quieren sentirse excluidos del orden constitucional.
¿Cómo se construye un proyecto común si las partes interesadas consideran a priori que no tienen nada en común ni siquiera entre ellas? Seguimos siendo un país escindido en dos mitades irreconciliables y ese maniqueísmo ha dinamitado cualquier posible acuerdo en otros asuntos tan diversos como la educación, la defensa nacional o la libertad de cultos. ¿Sobre qué base podría celebrarse un pacto, una entente o un consenso entre partidos que se consideran a sí mismos antitéticos, incongruentes e incompatibles con respecto a los demás?
¿Qué piensan los jóvenes sobre la Reconquista, el Descubrimiento de América, la invasión napoleónica o las Guerras Carlistas? Imposible saberlo porque apenas se estudian en la secundaria y a los modernos pedagogos les importa mucho más entronizar una visión sesgada de la Guerra Civil o de la Transición. La historia está planteada de tal forma en los manuales escolares, que a los estudiantes no les supone un gran esfuerzo reconocer en los partidos políticos de la escena contemporánea a los herederos de la Inquisición y los Erasmistas, del Antiguo Régimen y de los Ilustrados, de los Conservadores y los Liberales.
A diferencia de Moriría por vos –una pegadiza canción de Amaral– nuestros jóvenes no se sienten «un Dorian Gray sin pasado ni patria ni bandera», porque les han enseñado que sí tienen pasado y además horroroso. Esos chicos sin patria ni bandera saben bailar, pero no tolerar a los disidentes del único pensamiento. Y de pactar mejor ni hablemos.