En El Quijote y en La Celestina nos recuerdan lo odioso que resultan las comparaciones. Parece que no conviene comparar personas entre sí para evitar que alguna se sienta menospreciada. Debemos pensar que cada una tendrá sus valores.
«Y ¿es posible que vuestra merced no sabe que las comparaciones que se hacen de ingenio a ingenio, de valor a valor, de hermosura a hermosura y de linaje a linaje son siempre odiosas y mal recibidas?». (Miguel de Cervantes).
«Intentaba encontrar en aquella esplendida mujer algo que me recordara a mí. Las comparaciones son odiosas. Eso dicen y es cierto». (Fernando de Rojas).
Pero qué sería de nosotros si no practicáramos ese ejercicio permanente de comparar: Faulkner o Hemingway, Picasso o Modigliani, Blur u Oasis, Borges o Sábato, Mozart o Salieri, Bette Davis o Joan Crawford, Borromini o Bernini, Morrisey o Robert Smith, Camus o Sartre... por no hablar de las que realizamos entre nuestros hijos y amantes incluso entre las ensaladillas y salmorejos.
Las comparaciones también ayudan a mejorar y crecer, a medir diferencias, a identificar nuestras fortalezas y debilidades. El filósofo y ensayista Emilio Lledó, autor de libros esenciales y que atesora grandes premios, acaba de ser reconocido por el Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades. Mientras tanto, en Sevilla se otorgaban las medallas 2015, reconociendo entre otros a los Morancos.
Este hombre universal no tiene ni tan siquiera dedicada una calle en su Triana natal.
Pero «las comparaciones son odiosas» y no seré yo quien contradiga a Cervantes.