Cuando la infancia era una escuela

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
04 nov 2018 / 08:25 h - Actualizado: 04 nov 2018 / 19:10 h.
"Desvariando"

Recuerdo que cuando era aún un niño de unos ocho o diez años, echaba horas en una fábrica de porrones tuneados que había en Palomares, Artesanías Montes. Entonces, en los sesenta, que un niño de esa edad ya trabajara no estaba mal visto, sino todo lo contrario: tenías más fácil echarte novia porque las niñas estaban educadas para enparejarse con alguien que tuviera claro el porvenir. “Ese niño es muy trabajador”, decían sus madres, que era una manera de allanarte el camino. Y no digo nada si encima eras hijo de alguien que tuviera una estacada de olivos. En mi pueblo, Arahal (Sevilla), se valoraba mucho que tuvieras olivos o un par de hectáreas de tierra de calma. “Quien tiene un cacho de tierra, no pasa nunca hambre”, solía decir mi tía Rosario la Serena, cuando me animaba a tirarle los tejos a Rosita la Pandera, de mi misma edad, unos ocho o nueve años, a la que veía solo los veranos. “Tienen muchos olivos”, decía. Y es que quien tiene un olivo, aunque sea solo uno, puede afrontar una guerra sin problemas, porque da aceitunas, alberga conejos y cabrillas en el hueco de la chueca, nidos en sus ramas y, si sabes hacerlo, cisco para la copa.

Como en Palomares había pocas posibilidades de estudiar más allá de lo básico y hasta los catorce años, enseguida elegías un oficio con el que poder buscarte pronto la vida. Mi primer trabajo fue de panadero en Coria del Río, con El Guapo. Trece duros y un kilo de pan diarios, con esa edad. Mi madre no ganaba mucho más en el almacén de aceitunas El Pollo, también de Coria. Aún sigo sin saber por qué se llamaba así a aquel almacén de aceitunas. ¿No era demasiado cruel ese nombre, con el hambre que había? Lo orgulloso que estaba yo cuando llegaba cada día a casa con mis trece duros y el kilo de pan, sudados cargando con una espuerta de por Coria, Gelves y San Juan de Aznalfarache. Cuando mi madre se enfadaba a veces y me reprochaba que estuviera hecha una esclava para darme de comer, le decía con orgullo: “Quieta usted ahí, que yo ya me gano mi plato de comida y hasta sobra para el pantaloncito nuevo de Navidad”.

Entonces no había caprichos, solo lo justo para cubrir las necesidades: comida, ropa, zapatos y, solo en Reyes, algún juguete que otro. Si llorabas o pataleabas por un helado o un cacho de turrón, cobrabas encima. O sea, que doña Pepa se quitaba una alpargata y saltabas por la ventana hacia el campo. Si trabajabas, tenías un duro el domingo y con ese duro ibas al Cine Estrella de Coria, pagabas el autobús y aún te quedaba para comprar dos cigarros o un albur frito en el bar de Farina. Si trabajabas ya podías fumar, aunque dependía de las normas internas de cada casa. Un día compré un Goya en el estanco de Palomares, lo encendí y me paseé por la calle Iglesias como si fuera ya un hombrecito independiente. Me vio mi madre, me dio un bofetón por detrás y me partió el cigarro contra el hocico, yéndose luego sin decir nada. Con el bigote tiznado y abochornado por las risas de mis amigos, me fui a Cuatro Vientos, la senté en una silla y le dije, con enérgica autoridad, que si tenía edad para trabajar, también la tenía para fumar. “Bueno, pero fuma en la calle, que en casa solo fuma Popá Manué”.

Popá Manué era mi abuelo materno. Un buen hombre, pero recto y autoritario. Íbamos a hacer cisco al campo y como no sudaba ni arrimándome a la candela, me decía que no me esforzaba lo suficiente. Entonces, le cogía las vueltas y me untaba saliva en la frente o me echaba agua del cántaro. Soplaba mientras me secaba el sucedáneo de sudor para que me viera, pero ni caso. Ese era mi abuelo, un hombre duro, poco afectivo y sin mucho tacto, pero al que quería con locura. En aquel entonces no entendía su dureza, pero con el paso de los años he comprendido que me quería hacer un hombre, que me preparaba para que no me acobardara ante nada, y así ha sido. Jamás me he metido debajo de la cama ante el primer problema o he ido a buscar a alguien que me sacara las castañas del fuego. Me apena ver a tantos amigos o conocidos que se lamentan en la barra de un bar de lo mal que está todo y de lo perros que son los gobernantes, pero que se conforman con la ayuda para mayores de 55 años a la espera de poder jubilarse.

Cando llovía en Palomares y mi abuelo no podía trabajar, cogía un saco, se iba al campo y traía a casa cabrillas, algún conejo, espárragos y aceitunas. No iba a buscar al alcalde para que le diera una bolsa de garbanzos. Tampoco fue jamás a pedirle nada al cura, Don Amadeo, que de eso me encargaba yo porque no me daba vergüenza pedir para la casa. Al fin y al cabo, lo que tenía este párroco era para los pobres y nosotros lo éramos de solemnidad. Llegaba a Mairena del Aljarafe, donde vivía, le pedía algo y casi siempre regresaba a Palomares con una botella de aceite, una lata de manteca o harina de maíz. Lo hacía corriendo a campo a través para llegar antes y que mi madre viera que había habido suerte y que yo era capaz de contribuir al mantenimiento de la familia. Otras veces, Don Amadeo me decía: “Dile a tu madre que esto no es el Economato”. Yo ponía cara de pena y cuando me daba la vuelta para irme, con la cabeza agachada para dar más lástima aún, me llamaba y me daba la botella de aceite o una bolsa de leche en polvo.

Tuve una infancia algo dura, pero feliz. Éramos tan pobres que no lo sabíamos, y como no lo sabíamos, como no conocíamos el lujo, sufríamos menos. En aquellos años, la infancia era una escuela. Hoy es un móvil o una Tablet. Por eso, quizá, me he negado siempre a dejar de ser un niño.