Cuando Sevilla cruje

Cuando salí de la plaza el día del indulto caminé casi perdido, buscando un sitio en el que refugiar mi emoción. Y terminé en la glorieta del maestro. He llorado ante los lances y los muletazos de Curro. Y he derramado lágrimas cuando las cosas no salían bien. Explicar con palabras lo que uno siente cuando torea Curro Romero es como querer agarrar el agua entre las manos

15 abr 2016 / 21:26 h - Actualizado: 15 abr 2016 / 22:59 h.
"Toros","Feria de Abril 2016","Curro Romero"
  • Monumento dedicado a Curro Romero junto a la plaza de la Maestranza. / Antonio M. García
    Monumento dedicado a Curro Romero junto a la plaza de la Maestranza. / Antonio M. García

Ayer pasé otra vez por la glorieta –recogida, grácil y fugaz como una media verónica– en la que vive eternamente, entre naranjos, el desplante torero del Faraón, la escultura que no puedo dejar de mirar cuando paso por esa esquina mágica junto al gran teatro de mi locura que se llama Real Maestranza. Había personas haciéndose fotos delante del monumento al torero de mi casa. Porque Curro es el torero de mi casa. Y de mi corazón. ¡Mira, es Curro Romero, hazme una foto, espera que me pongo aquí delante! Y se subían, y sonreían. Una persona tras otra. Habían llegado de muchos lugares para vivir una jornada o dos de feria. Era la hora de acudir a los toros y, como si de un peregrinaje se tratara, se retrataban delante del codo de mi torero, junto a su muleta.

En aquellos rostros seguía latiendo la admiración que siempre sentí en la mirada de mi padre cuando hablaba de Romero. Yo recuerdo aquellas tardes en las que Curro cuajaba a un toro con el capote y mi padre tiraba a mi madre por el aire, y lloraba y me agarraba la cara, ¡mira, hijo, mira! Y miraba, y veía llorar al hombre que me había engendrado como si sus ojos estuvieran presenciando la obra de arte más sublime del universo. Cuando crecí y supe ver lo que mi padre veía... comprendí esas lágrimas, esos arrebatos, los abrazos, y especialmente esa frase que tanto decía mi padre cada vez que Curro nos regalaba una faena: «Hijo, ya me puedo morir tranquilo».

Curro Romero no le da importancia. Pero este artículo lo firma alguien que ha llorado viéndole torear, que ha sentido como un escalofrío le recorría el cuerpo simplemente asistiendo a esas pisadas flamencas con las puntas de las zapatillas levemente metidas hacia dentro en los poco más de 60 pasos que daba el maestro cuando hacía el paseíllo. Yo he llorado –sí, llorado– asistiendo a los lances y muletazos de Curro. Y también he derramado lágrimas cuando las cosas no salían bien y los detractores no alcanzaban a entender lo que yo intentaba explicarle con palabras. Explicar con palabras lo que uno siente cuando torea Curro Romero es como querer agarrar el agua entre las manos.

Ojalá existieran las hojas de papel de periódico en terciopelo para que estas líneas que hablan de la emoción de quienes sentimos el currismo quedaran impresas en un lugar digno. ¿Cómo explicarle a quienes no estuvieron en la plaza de toros cuando Curro desplegaba su genialidad, su tersura, ese temple de avíos recogidos y manos limpias? ¿Cómo se le dice a quien no lo vio que Romero era tan distinto, tan personal, tan único? ¿Cómo se pega una verónica aunque sea de salón lo suficientemente despacio como para que alguien que no lo ha vivido conozca el compás cierto del toreo eterno del Faraón?

Todas estas cosas pensé, sentí, cuando el toro Cobradiezmos abandonaba el ruedo de la plaza más hermosa del mundo y a mi alrededor –y en mi propio pecho– latía una emoción indescriptible. Había gente llorando, aficionados que se abrazaban festejando el triunfo de la fiesta, de la verdad, de la bravura, de la nobleza, del arte, del toreo, de la libertad, del esfuerzo, de los sueños y de la vida misma. Llegó a mi corazón el recuerdo de las tardes de Romero, de esos momentos mágicos, intensos, únicos. Dicen que la fortuna sonríe a los elegidos. Y elegidos son quienes estaban en el ruedo cuando Manolo Escribano le perdonó la vida a un toro de Victorino en la arena rubia del barrio en el que vive la Piedad con su hijo muerto en brazos.

¿Qué tiene que ver un toro de Victorino con Curro Romero? Nada. Pero hay tardes en las que el alma sonríe. Y el miércoles salimos de la plaza con esa sonrisa franca de quien sabe que la fiesta ha vuelto a sumar, a meterse en los pulmones oxígeno del bueno. Ese aire nos dará la vida, como a mi me daban años de pulso las verónicas del Faraón. En esta tierra las cosas más grandes se hacen despacio. Cuando salí de la plaza el día del indulto caminé casi perdido, buscando un sitio en el que refugiar toda mi emoción. Y terminé en la glorieta del maestro, entre naranjos.

Cuando Sevilla cruje pueden estar pasando dos cosas. O viene andando de frente el Señor que vive en San Lorenzo, o está pegando un lance Curro Romero, aunque sea en mi recuerdo y después me despierten de este sueño. Enhorabuena a Escribano y a Victorino. Se me han saltado las lágrimas. Y tienen la misma sal que cuando lloraba porque mi Curro se había entendido con un toro en la Real Maestranza. Yo me entiendo.