Esta próxima semana se cumplirá el 40º aniversario de la Matanza de Atocha, un cruel asesinato que acabó con la vida de cinco personas y heridas de gravedad de otras cuatro en el despacho de abogados laboralistas de CCOO, militantes todas ellas del PCE.
Ese acto terrorista no se trató de un hecho aislado, sino que se enmarcaba en una estrategia de tensión con la que la extrema derecha y las fuerzas contrarias a la democracia pretendían abortar la llegada de las libertades y, sin duda, representó un momento crucial en la historia de la transición política de nuestro país. Cuatro años después de aquel terrible suceso, esas mismas fuerzas aún conspiraban contra la recién conquistada democracia, tal como se puso de manifiesto con el intento de golpe de Estado del 23F.
Por eso hoy, cuando se habla tan alegremente y se banaliza tanto sobre la transición política española, se hace necesario echar la vista atrás para comprender las dificultades extremas del momento, los graves peligros que aún acechaban a la sociedad española, y la inteligencia y determinación que se requería para acabar definitivamente con la dictadura franquista.
Unas libertades que no cayeron del cielo ni, como algunos ahora pretenden hacer ver, fueron consecuencia de una concesión graciosa, sino que fueron fundamentalmente fruto de las ansias de libertad de la mayoría de la sociedad española y en buena medida del enorme esfuerzo protagonizado por un puñado de valientes —algunos miles— que arriesgaron sus vidas y sufrieron en muchos casos detenciones, torturas, cárceles, deportaciones o despidos. Lo lamentable es que en esa lectura de la transición —tan carente de rigor histórico y preñada de intereses tacticistas— coinciden hoy la mayor parte de la derecha y algunos sectores de la izquierda.
La derecha, desde la posición hegemónica que ha protagonizado en etapas posteriores y obviando que para una parte no pequeña representó un trágala, e incluso otra menos beligerante siempre trató de limitar al máximo el alcance de los derechos democráticos, se empeña en presentar la transición política en España como un proceso modélico, casi idílico, buscando astutamente y sin sonrojo que la ciudadanía les identifique como los artífices y garantes de aquel proceso. De tal manera que en la práctica han conseguido imponer un determinado relato de la transición que se parece como un huevo a una castaña.
A ello ha contribuido el discurso puesto en circulación desde otros sectores de la izquierda, tristemente empeñados en minusvalorar los avances conseguidos en aquel momento histórico y entregar en bandeja de plata su enorme contribución en la conquista de las libertades. Algunos porque quizás vieron los toros desde la barrera, otros posiblemente por desconocimiento, y otros simplemente para tapar las incapacidades de las que hicieron gala años después de aquel dificilísimo y complejo periodo —culpando de todo al maestro armero— y que se atreven ahora incluso a hablar de rendición y hasta de traición.
Lo que nunca —nunca jamás— oímos hablar a los protagonistas de la izquierda que estuvieron en la primera línea durante aquel convulso periodo, fue que la transición hubiera sido modélica. Negamos la mayor y sólo alcanzamos a entenderlo en el marco de una calculada y mezquina estrategia de desprestigio. Siempre les oímos hablar de un proceso preñado de dificultades, en el que la correlación de fuerzas realmente existente en ese momento y no la imaginaria, fueron las que condicionaron -como siempre ocurre- el resultado final; de sus bondades, que fueron muchas e incontestables y sus limitaciones, que sin duda también existieron.
Ahora es bien fácil especular con ello. Decir, como algunos sorprendentemente se atreven a decir, que se frenaron las movilizaciones sociales para asumir cualquier acuerdo o, peor aún, aceptar el acuerdo que le interesaba a la oligarquía. Lejos de ello, durante la negociación en el proceso constituyente se dejó sentir extraordinariamente el ruido de la calle —insistimos que el real, que fue sin duda muy importante, pero no el imaginario que algunos ahora magnifican- y balancear el ruido de sables de quienes, como hemos visto, se oponían al proceso democrático o a quienes ya en ese momento desde la derecha se proponían hegemonizar el futuro político, económico y social de nuestro país.
El resultado fue la Constitución de 1978, lo que algunos llaman despectivamente el candado del 78 y que es en realidad otro valor político y social de las fuerzas democráticas que determinada izquierda ha dejado gratuitamente en manos de la derecha. Una Constitución equiparable y sin nada que envidiar al resto de las existentes en nuestro entorno; un sueño que durante décadas fue perseguido por todas las fuerzas antifranquistas y anhelado por millones de españoles. Un buen punto de partida que en absoluto cerraba la posibilidad y la necesidad, en otro contexto histórico normalizado, de abordar determinados asuntos cuya salida en aquel momento fue de compromiso y quedaron inconclusos.
Entre estos últimos, tal y como estamos actualmente comprobando, destacaríamos el modelo territorial, pendiente de un desarrollo progresivo más cercano a una concepción federal que dé una respuesta perdurable y sostenible al encaje de las nacionalidades históricas y que habilite fórmulas de gobierno más acordes con las expectativas de mayor participación ciudadana en la toma de decisiones. Igualmente, la necesidad de no prolongar la adopción de medidas para esclarecer la verdad de las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por el franquismo, hacer justicia y reparar a las víctimas y sus familiares.
Nadie dijo nunca que en aquel momento estuviera todo resuelto o que habíamos llegado a cumplir las aspiraciones de la izquierda. Oíamos justamente lo contrario, que había que seguir profundizando en la democracia; ampliando derechos civiles, laborales y sociales, alcanzando mayores cotas de igualdad y justicia social.
Y es ahí donde habría que interrogarse sobre el papel que jugaron en etapas posteriores otros dirigentes políticos de la izquierda que incluso hoy se erigen en inmisericordes críticos de la transición política y en referencias de las esencias de la izquierda. Habría que interrogarse sobre sus resultados durante los últimos veinte años del siglo pasado, o lo que llevamos del siglo XXI; sobre los motivos que les llevaron a no abordar con mayor determinación los asuntos que, era evidente, quedaron inconclusos en la transición; cómo no fueron capaces de conseguir mayor peso político y dejar tanto terreno a la derecha en nuestro país; o qué nivel de insolvencia e incapacidad demostraron. Nuestra opinión es que les ha faltado sentido de la autocrítica, pretendiendo ocultar sus responsabilidades históricas echando el balón hacía atrás.
No es éste un debate académico o un intento de hacer justicia histórica, aunque sea ambas cosas; es sobre todo un debate actual que no puede cerrarse en falso y que, por lo que estamos viendo, puede condicionar el futuro de la izquierda en nuestro país. Así que compartimos con Javier Cercas que «el que no sabe de dónde viene, difícilmente sabe adónde va».