Entre las maravillas que trajo la Expo y que después se han olvidado estaba la colección de jardines que componían los del Guadalquivir, hoy abandonados a su suerte, o sea, condenados a ser estrella fugaz. Entre ellos estaba el de las plantas medicinales, el último de los de esta clase que tuvo Sevilla a lo largo de muchos siglos.
De todos ellos conocemos, perfectamente por numerosos documentos, uno, enclavado en plena calle Sierpes, en el solar de lo que fuera cine Imperial, donde aún se conserva una barreduela rotulada como Azofaifo. Fue el huerto de Nicolás Monardes, médico, boticario y botánico e hijo de médico, boticario y botánico de quien seguramente heredó aquel pegujal, mitad renacentista, mitad andalusí.
Nicolás, sin embargo, lo transformó para pasar a ser uno de los protagonistas de una revolución de la que casi nunca se habla: la Revolución Botánica que transformaría el mundo y, en especial, haciendo del Mediterráneo el padre adoptivo del tomate, el pimiento, el tabaco, la patata, el maíz... Al jardín de Monardes, entre el convento de San Acacio y el de Santa María de Pasión, le sucedió lo mismo que a esos jardines de la Exposición Universal de 1992: fue engullido por el enemigo público número 1 de Sevilla: el culto de latría a la coyuntura.
Seguramente no fue el único que adoptó el cultivo de plantas de las Indias Occidentales porque, junto a la ermita de los Humeros y hasta los primeros años del siglo XX, se dibujaba a lo largo, lo ancho y lo alto un gigantesco zapote, llamado de Colón por haber sido parte de la huerta de Don Hernando, el hijo del Almirante. Rafael Laffón, en su Sevilla del buen recuerdo, nos transmite el miedo que, siendo él un niño, le producía su imagen gigantesca en el lubricán del amanecer.
Pero, aunque muchos de los árboles, arbustos y hortalizas americanas se hicieran europeos o africanos en las vegas y huertas de una y otra orilla del Estrecho de Gibraltar, los jardines botánicos serían un producto ilustrado del siglo XVIII, hijos de Humboldt, Celestino Mutis y otros espíritus entregados al estudio y clasificación de la naturaleza.
Al final de esa centuria llegaría a Sanlúcar de Barrameda el Jardín de Aclimatación de plantas americanas y, sin duda, desde allí comenzaron a llegar a Sevilla ejemplares de especies hasta entonces poco vistas como las araucarias.
También llegó Antonio de Orleans, hijo de un efímero rey de Francia, duque de Montpensier y esposo de la hermana de la reina Isabel II que plantó en el jardín de su palacio sanluqueño una colección de árboles exóticos y en las tierras que se extendían tras el de San Telmo, recreos, huertas, granjas, lagos e isletas formando un conjunto entre botánico e historicista que, en definitiva, acabaría consagrándose como el núcleo del parque romántico por antonomasia: el de María Luisa.
Del que enjaretara el hijo de Luis Felipe tenemos una descripción bastante pormenorizada gracias a Maximiliano de Austria, el noble al que Napoleón III primero convenció para que accediera al trono de México y, después, abandonó. Aparte del relato de su viaje por España, de él queda la película Veracruz y el lienzo en el que Manet pintó su fusilamiento en el Cerro de las Campanas, de Querétaro.
En el límite del viejo parque de María de las Mercedes, separado únicamente por el Huerto de la Mariana, donde el Betis jugó sus primeros partidos, se asentó su sastre y allí, poco después se alzaría la Casa Rosa y su Jardín Botánico, el único digno de ese nombre que existió en la ciudad hasta la Exposición Universal de 1992. Desde la trasera del Auditorio el puente de la Barqueta, se extendió la sucesión de jardines más completa del mundo; comenzaba con las plantas primigenias –las del inicio del mundo– y terminaba en los laberintos renacentistas y las sorpresas y los juegos florales y de agua barrocos.
Tuvo la vida de las flores, seis meses y allí sigue, convertida en otro campo de soledad y otro mustio collado.