La llegada del verano se anticipaba en las acequias y los alcorques; en la azada que hería la tierra; en las primeras fresas bañadas de leche y azúcar; en el tacto áspero de la goma cruda de esas sandalias cangrejeras que sólo nos quitaríamos en septiembre. Era la primera vez en el año –de las muchas que fluiría entre junio y octubre– que se soltaba el agua empantanada de aquella alberca con depósito de mampostería, caños de plomo y paredes encaladas, pretenciosamente pintada de azul en su interior.
El agua empapaba hasta el último rincón de una huerta breve de naranjos que se salpicaba de algunos olivos centenarios y escasos frutales entre los que se contaba un níspero, dos granados, un par de mandarinos, algún limonero y hasta un ciruelo. Dos grandes laureles daban sombra y empaque. Cantaba la chicharra; reptaban las lagartijas; trepaban las salamanquesas; nadaba el zapatero; buceaban los peces cabezones; asustaban las avispas y zumbaba el abejorro.
Todo volvía a comenzar en aquel trocito de tierra escalonada en torno al agua derramada que salía verde de la alberca y fluía –magia inexplicable para un niño– transparente por las acequias de ladrillo. El líquido serpenteaba por la tierra recién removida y, vuelta a llenar la alberca, los más chicos esperaban sin paciencia alguna a que dieran las doce, hora mágica que marcaba el comienzo del primer baño. Han pasado muchos años y aquella huerta familiar ya no es tan frondosa. Tampoco existe la alberca y ni siquiera sé si zumba el abejorro pero los demonios de la media tarde siguen rondando a la hora de la siesta –veda para el baño y momento de la inexcusable digestión– para transportarnos a un tiempo y un lugar que la distancia idealiza y convierte en un hermoso aguafuerte.