Por Rosario Fuster
Jerséis, camisas, camisetas, los pantalones de vestir, el chándal... Nerea lanzó por la ventana toda la ropa de Javier que no cabía en la maleta, la misma que siempre utilizaban para los viajes de reconciliación.
Otra vez mensajes subidos de tono, fotos provocativas, manchas de carmín y excusas baratas. Últimamente él trabajaba más de la cuenta, pasaba noches fuera y había dejado de acariciarle con dulzura la mejilla antes de dormir.
Nerea se cortó el pelo. Dicen que cuando una mujer cambia de peinado, es porque está a punto de cambiar de hombre, pero ella lo hizo con otro fin: que él sintiera celos. Un nuevo intento fallido de que volviera desesperado por no perderla, dispuesto a reconquistar su corazón. Lejos de lo que ella tanto ansiaba, él le reprochó que se lo había dejado demasiado corto.
Pero a pesar de la tristeza, la frustración y la pérdida de cordura, seguía con él.
Sus amigas le recordaban que era joven, que se podía volver a enamorar y, sobre todo, que Javier no debía ser el hombre de su vida, pues alguien que de verdad te quiere no necesita cobijarse en otros brazos.
Pero ella, con treinta y cinco años y varios fracasos amorosos a la espalda, tenía miedo. Con Javier se sentía cómoda: conocía sus manías, sus anhelos, sus gustos, sus luces y sombras. Eso le había sido suficiente, hasta ese día.
—¡Basta! —se repitió en voz alta.
Había llegado el momento de cambiar de vida; de perseguir los sueños que una vez quiso cumplir y, por él, no pudo; de quererse a sí misma.
Sabía que vendrían noches de soledad, que unas veces perdería el apetito, que otras se empacharía de chocolate, que reiría a carcajadas y lloraría la ruptura... pero ya no le importaban las consecuencias.
Dejó la maleta en el rellano y cerró la puerta dando dos vueltas al cerrojo. Había visto que, una vez más, Javier se había olvidado las llaves.
Cuando llegó y vio en la acera su ropa, la maldijo a gritos y subió corriendo las escaleras.
Nerea encendió la cadena de música y dejó que las notas inundaran la habitación. Mientras, él forzaba sus cuerdas vocales. Ella, al mismo tiempo, cerraba los ojos y respiraba profundo.Había llegado el final, y esta vez era definitivo.