Pueden hacer la prueba. Monten el puesto de observación en la cuesta de Santa Justa a la caída de la tarde de un viernes; en las cercanías de la Puerta de Carmona una mañana de sábado; en los adoquines de Mateos Gago cuando apunta el mediodía o –mejor– en la apoteosis del gin tonic y sus avíos en las terrazas del paseo de Colón mientras el sol declina en los cerros de Santa Brígida. Sevilla se convierte en los fines de semana de primavera –también en los del primer otoño– en una inmensa despedida de soltera en el que las pandas féminas ganan por goleada a las peñas de personal masculino en la cantidad y variedad de su puesta en escena.
El hilo argumental es de lo más variado e incluye, invariablemente, un disfraz llamativo para el casamentero que ha entregado la cuchara y algún distintivo común para la corte de los milagros que lo arropa con cara de distintas circunstancias. Pueden anotar trogloditas, una inmensa botella de Tío Pepe, las inevitables bandas de misses, el recurrente y feble sombrerito uniformador y, en los casos más preocupantes, una variada artillería fálica que suele ser lucida a modo de peineta.
Y es que Andalucía es imparable y Sevilla mucho más. La ciudad de la Giralda se ha convertido en la definitiva meca de estas particulares performances –algunos lo verán como una nueva forma de turismo que merece un congreso– que no dejan de ser una radiografía inocente de la sociedad hortera y decadente en la que nos estamos moviendo. Ya lo dijo Juncal: la gente ve mucha tele.