Donde habite el olvido

Durante medio siglo la intolerancia secular de la sociedad intentó mandar a Bécquer al lugar que él había profetizado en su rima

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08 abr 2018 / 21:28 h - Actualizado: 08 abr 2018 / 21:57 h.
"La memoria del olvido"
  • Monumento al poeta Bécquer en el parque de María Luisa. / Jesús Barrera
    Monumento al poeta Bécquer en el parque de María Luisa. / Jesús Barrera

Hace hoy casi justamente 105 años –ya ven: fue el 11 de abril– llegaban a Sevilla los restos de un poeta al que habían adoptado como padre centenares de noveles y de cuyas obras –especialmente de sus Rimas– habían aparecido, tanto en España como en la Hispanoamérica recién independizada o en la que se disponía a independizarse, decenas de ediciones que hoy se llamarían piratas. Venía a enterrarse en el Panteón de Sevillanos Ilustres y el sepelio lo anunció con una gran esquela este periódico.

Había muerto en Madrid 43 años antes. No había recibido dinero alguno como derechos de autor (después de muerto la persona que vendió El libro de los gorriones a la Biblioteca Nacional recibió 25 pesetas y al hijo mayor del poeta un editor le pagó 75 por la obra completa del poeta), pero tampoco murió en la miseria como predicó la leyenda urbana que se propagó –o propaló– tras su fallecimiento.

A esa leyenda contribuyeron Augusto Ferrán, Narciso Campillo, Ramón Rodríguez Correa, José Casado del Alisal, José Lamarque de Novoa..., «amigos» sevillanos que se apresuraron a realizar una edición de las Rimas (en un principio los volúmenes también debían incluir grabados de Valeriano, muerto tres meses antes que Gustavo Adolfo) por medio de una campaña de lo que ahora se llama crowdfunding y antes «suscripción popular».

La operación sirvió a algunos de ellos no sólo para intentar adquirir notoriedad sino también para entrar a troche y moche en los poemas y corregir versos a aquel joven que se atrevía a desbrozar las reglas de la preceptiva literaria siendo casi un autodidacta. Con ellas vio la luz esa tirada de imprenta que hubiera quedado como la versión auténtica de las Rimas si una señora (de la que sólo tenemos el nombre en el recibo de las 25 pesetas –Consuelo B. de Ortiz–) que se había hecho no sabemos cómo con el manuscrito del Libro de los Gorriones, no hubiera tenido la feliz idea –o la necesidad– de venderlo a la Biblioteca Nacional.

A Bécquer, de verdad, sólo lo defendieron Augusto Ferrán –el autor de La Soledad para cuya edición había pedido a Gustavo el célebre prólogo– y, en esta ciudad, José Gestoso que, sin alharacas, se empeñó en vindicar su valor y su memoria.

Gestoso se las había aviado para que, unos diez años después de la desaparición del poeta, un retrato suyo –salido de los pinceles de Sánchez Barbudo– se colgase en la Biblioteca Colombina (entonces la única a la que en Sevilla podía dársele el calificativo de pública aunque, entonces, el público relacionado con una biblioteca estuviera compuesto por muy pocas personas) donde también estaban los de otras figuras hispalenses destacadas. Pero se encontró con la oposición de unos canónigos a los que aun les duraba el sofoco del laicismo de la I República (la represión de las ideas entonces florecidas aun no se ha estudiado en profundidad), y que lo mismo tiraban contra Antonio Machado Núñez, los profesores de la recién creada Institución Libre de Enseñanza o la heterodoxia religiosa de Bécquer, perceptible según ellos en el escepticismo ante los dogmas católicos que rezumaban los versos de las rimas.

El cuadro, propiedad de Gestoso, fue a parar a la sede de la Sociedad Económica de Amigos del País, ubicada en la calle Rioja y lugar donde medio siglo después se celebraría el homeneje a Góngora de la Generación del 27, y allí estuvo hasta que, calmadas ya las aguas, volvió a estar entre los libros del hijo de Colón, en 1909.

A los otros amigos (Ferrán había muerto) se les había pasado el fervor por difundir los escritos becquerianos. Ya habían conseguido la notoriedad necesaria para que, antes de que los restos del poeta llegaran a la estación de Córdoba, tener rotulada con su nombre o el de un familiar una calle que perpetuara su memoria.

Todavía podemos pasar en el barrio del Arenal por la que dedicaron a Narciso Campillo de cuyos logros poéticos no queda rastro y tiene mucha importancia esa que Lamarque de Novoa le consiguió a su mujer, la almibarada y pseudomística poetisa Antonia Díaz. De ella queda menos memoria que del topónimo –calle del Áncora– al que su nombre sustituyó: aun perdura en el que usan los empleados de la plaza de toros de la Maestranza para designar una de sus puertas.

El poeta y todos los flamencos –de Flandes– que, desde los siglos XVI o XVII, llevaron ese apellido en Sevilla tuvieron menos suerte aunque algunos de ellos fueran ganaderos de toros bravos de finales del XVIII y principios del XIX que encontramos en los Anales del coso taurino del Marqués de Tablantes, otros se dedicaran a la pintura haciendo perdurar el nombre de Murillo (eso fue lo que hizo Pepe Bécquer cuyo nombre se ha olvidado en la exposición Murillo y su estela sevillana, que agota sus últimos días en el Espacio Santa Clara y así se llegara a los hijos de aquel, Valeriano y Gustavo Adolfo.

A todos ellos les tocó en suerte repartirse el nombre de la calle que discurre paralela a la Resolana desde la Puerta de la Barqueta a la de la Macarena.

Durante mucho tiempo, casi medio siglo, a Gustavo Adolfo Bécquer –y de paso a todo el que llevara ese apellido– la intolerancia secular de una sociedad pacata intentó mandarlo al lugar que él había profetizado en su Rima LXVI: a ése donde habita el olvido