Tuve la suerte de ir a un colegio en Palomares, el único que había, en el que todos los niños éramos iguales. No había leche en polvo para los pobres y bocadillos de jamón para los de mejor posición social, que tampoco eran tantos. Como no había piscina municipal o polideportivo, los unos y los otros nos bañábamos en las mismas albercas y jugábamos en el mismo campo de fútbol. En la Feria no había casetas, luego todos comíamos el turrón del mismo puesto y bebíamos refrescos en el mismo chiringuito. Jamás escuché la palabra odio o desigualdad mientras viví en este pueblo, aunque mi abuelo se tenía que sacudir las botas para entrar en la Caja Rural y otros no, supongo que porque llevaban distintos barros. Detesto el odio y me apena que haya aún tanto odio y rencor en España, por asuntos como la política, los toros, el fútbol o la religión. Lo que más me preocupa, por encima de la economía, es la intolerancia y la violencia, con lo que no nacemos: somos intolerantes y, por tanto, violentos, porque nos han educado para serlo. Y esto es lo que aún no he logrado comprender bien.