El arado romano de Vivencio

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
06 ene 2017 / 22:54 h - Actualizado: 07 ene 2017 / 10:51 h.
"Desvariando"
  • El arado romano de Vivencio

Con motivo de un viaje a Ávila para pasar allí la Nochevieja, breve pero intenso, visité a un amigo de Pozanco, un pueblo de solo cuatro o cinco decenas de habitantes que está en la carretera de Valladolid, cerca de Santo Domingo de las Posadas y Mingorría. Allí vive un matrimonio octogenario con dos hijos solteros, Gustavo y Raúl, este último pastor, en una modesta casa pegada a la Iglesia de San Juan Bautista. Es admirable la relación del matrimonio con los hijos, la camaradería que hay entre ellos y el cariño que se tienen. Me recordaron mucho a familias de mi infancia en Arahal y Palomares, gente sencilla, hospitalaria y llena de sabiduría popular. O sea, verdaderos ilustrados del pueblo, anónimos y generosos.

El día de Año Nuevo los visité sin avisar y no sabían qué hacer para que me sintiera como en casa. Al patriarca de la familia, Valeriano Vivencio Jorge Serrano, lo conocí hace años en una hermosa taberna de carretera a las afueras de Ávila, La Canaleja. Le escuché hablar a unos amigos y me cautivó. Les contaba que al día siguiente iba a hacer la matanza en su casa y le pedí que me dejara asistir a ella, porque tenía curiosidad y quería ver cómo se hacía en esas tierras tan frías, de tan buenos vinos y mejores carnes, de verde tierra de calma y arroyos cristalinos, y de un cielo tan azul que embriaga la vista.

Sin conocerme de nada, este hombre accedió a mi petición y a la mañana siguiente me dirigí al pueblo, donde a mi llegada comprobé que no había ni perros por las calles: Pozanco era como una aldea fantasma. Solo sabía que este señor se llamaba Vivencio, pero no tenía a quien preguntar por su domicilio porque no había nadie por las calles y la mayoría de las casas estaban cerradas. Pasada una media hora, un anciano llegaba al pueblo a través de un camino y enseguida me dijo dónde vivía El Vivi, así le llamó cariñosamente, con un acento seductor y una pronunciación propia de la gente del lugar, quienes por cierto hablan un castellano perfecto.

Al llamar a la puerta, abrió su mujer, una señora guapa, de escasa estatura y delgada, sin duda poco acostumbrada a visitas de extraños. Vivencio no le había informado de la invitación, quizá dando por hecho que no iría, pero lo cierto es que no quería perderme la matanza y, sobre todo, seguir escuchando hablar a este hombre de pueblo de Castilla y León, cómo se refería a su padre, de profesión agricultor, como él, y cómo contaba las historias, como si las estuviera leyendo en el viejo libro de la vida que escribieron sus antepasados.

En esta última visita, Vivencio quiso que me trajera algún apero de labranza, conociendo mi estima a las cosas de los pueblos, del campo. Entró en el corral y tardó varios minutos en regresar al interior de la casa. Cuando lo hizo, traía en sus manos un arado romano que había pertenecido a sus antepasados y que pesaba un quintal. Se pueden imaginar la cara que puse, porque pensaba que me iba a dar alguna vetusta herramienta del campo que pudiera meter en una bolsa, una hoz o una parca. Pero tenía tantas ganas de agasajarme que se presentó con el arado romano.

«¿Dónde voy a poner algo así en casa?», me pregunté, pensando en la manera de decirle que no lo aceptaba. Sin embargo, cuando comenzó a quitarle tierra, seguramente centenaria, imaginé cuántas manos habían arado aquellos dominios y acepté el valioso regalo, sin duda una pieza de museo. El arado romano está ya en casa a la espera de encontrar la mejor pared donde colgarlo, si alguna aguanta el peso. El patio parece el lugar más indicado, porque si alguien viene a casa y ve el arado en el salón, puede pensar que he perdido la cabeza.

Cuento todo esto porque siempre he pensado que las distintas tierras de España no son tan diferentes unas de otras, como se suele decir. Sobre todo los pueblos, a pesar de que, al parecer, los españoles somos una de las poblaciones europeas con más variantes de genomas, quizá porque hemos sido históricamente tierra de paso de otros pueblos y han convivido y aún cohabitan muy diversas culturas.

Vivencio el de Pozanco es un tipo de Castilla de una riqueza popular increíble, que te puedes encontrar en Alcalá del Río, El Coronil o El Pedroso. Un agricultor con los mismos dolores de huesos de los de cualquier pueblo sevillano, al que le gustan el vino, la chacina, el cante jondo y la copla. Hace años estuvo en la Feria del Verdeo de Arahal y se integró pronto, llegando incluso a bailar en las casetas hasta agotar sus fuerzas. Salvo cuando hablaba, con esa musiquilla tan de Castilla, nadie advirtió que era de otra tierra.

Todos creemos que el lugar donde hemos nacido es el mejor del mundo, que eso es la esencia del patriotismo, pensar que no hay mejor tierra que la tuya, y no es cierto. No soy nada nacionalista precisamente porque me gustan todos los pueblos de España, de los que conozco cientos de distintas regiones. Y, desde luego, no entiendo la deriva independentista de algunas de ellas. Llegó la democracia y, una vez asegurada, con sus defectos y virtudes, parece como si ya no hiciera falta España, la de los pueblos, cada uno con su carácter pero con conexiones centenarias que nos hacen ser más parecidos de lo que pudiera pensarse.

Ninguna persona es más importante que otra por pertenecer a una tierra concreta de nuestro país. El independentismo catalán no tiene ni medio guantazo, pero está haciendo mucho daño en la sociedad española y veremos a ver cómo acaba este feo asunto. Mientras tanto, seguiré yendo a Pozanco siempre que pueda para que mi amigo Vivencio me siga contando historias de su pueblo, que son como las de mi propio pueblo. Y cuando no pueda ir miraré el arado romano e imaginaré a sus antepasados y los míos labrando la misma tierra, la de un país que, con sus diferencias, sigue siendo maravilloso.