Quizá el peor de los muchos errores de los occidentales sea el de haber negado el bien y el mal, el haber suplantado la perspectiva moral por un sucedáneo sin calorías que nos ha dejado desnudos y en la inopia ante los desgarros del mundo y los nuestros propios. No estoy reivindicando una vieja decencia de catecismo, adustez y pescozón, sino una verdadera constitución moral, con su carta de derechos, deberes y libertades personales, con sus principios y valores fundamentales que, lejos de ser retrógrados y castrantes –como piensan quienes duermen en el limbo de la ética oportunista de moda– nos proporcionen motivos, actitudes y respuestas, y al mismo tiempo nos presenten ante el mundo sin disfraces. Hace un par de tardes, una monja sevillana me decía: «La humildad es solo poesía. La verdad está en la humillación». Sin estar del todo de acuerdo con ella en este y otros asuntos, me fascinó su catálogo de referencias espirituales y su alejamiento de todo afán de imponerse, de cualquier amago de intolerancia. Una semana antes, habíamos estado cenando en familia en el mercado navideño berlinés que los asesinos yihadistas convirtieron la otra noche en un cementerio. En este viaje a Alemania me he sentido por primera vez en mi vida, y en reiteradas ocasiones, víctima de xenofobia, porque el germen que dio origen al nazismo está lejos de haber desaparecido aunque acabe sustanciándose en otra cosa, tal vez hoy imprevisible. El bien y el mal, repartidos en mil bandos, siguen librando sus batallas usando como infantería a la pobre, desmoralizada y perpleja humanidad. La ética es solo poesía cuando uno no sabe de qué parte está.