Andamos muchos padres de hoy revolucionados con los deberes de nuestros hijos, tal vez porque tenemos tantos deberes socio-laborales que preferimos obviar el deber principal, el de ser padres, que no consiste tanto en fecundar, alimentar o criar, como en educar, y no tanto hacia la comodidad hogareña como hacia la responsabilidad ciudadana. Lo más fácil para unos padres sería obedecer a sus hijos, al igual que lo más fácil para unos maestros sería obedecer a los padres, que es lo que hacen los políticos, conscientes de que estos suman más votos que aquellos. Pobre matemática.
Los padres de antes trabajaban de sol a sol, pero a ninguno les dio por entrometerse en las tareas escolares de sus hijos. Ahora la cosa es más compleja, porque muchos padres trabajan incluso de luna a luna y cuando aterrizan por casa no están para ejercer de educadores, pues piensan que para eso está también el maestro, que debe educar, civilizar, sensibilizar, psicoanalizar, vigilar y además enseñar. Así que si el maestro manda deberes para casa no se entiende como una consolidación personalizada y reposada de lo aprendido durante la mañana entre treinta compañeros, sino como un engorro. Y la excusa es la felicidad de los niños. Pobre mentira. Los niños son infelices por otras causas.
El maestro es diana fácil porque sería más difícil atacar a un sistema que permite engordar la ratio y adelgazar la inversión, a unos políticos que nos regalan el oído, a una sociedad que explota a los adultos hasta el sintomático retorcimiento psicológico de que parezca que son los niños los que resultan explotados.
Hay maestros que se pasan –o que no llegan-, como en todos los oficios. Pero en la búsqueda de soluciones no deberíamos meter a los niños con ninguna huelga. Las huelgas, que deberíamos saber usar, son armas nuestras. Usando, en cambio, a los niños no conseguimos sino engañarlos a ellos y a nosotros, ayudar a la estafadora crisis a terminar de cargarse la escuela pública.