La mañana era fresca, una de esas mañanas de verano en las que pasear por Sevilla, antes de que llegue la hora de cobijarse para huir de nuestra calor, es un placer sencillo de alcanzar pero difícil de descubrir. Pero ese día no estaba paseando por Sevilla, ese día estaba en un páramo yermo, rodeado de pasto ocre, seco, cuyo crujido, al ser mecido por las rachas de viento, se oía desde mi observatorio casual. Y en medio del pasto, como un turista perdido en un desierto, un despistado árbol, despistado pero amable, daba la única sombra apreciable de aquel lugar. Bajo el árbol, un caballo blanco, desvencijado y absorto, aprovechaba aquella sombra. Me estaba preguntando, recostado en la parte delantera de mi coche, mientras esperaba a que abrieran el desguace, si aquel caballo estaría amarrado al árbol o si estaba allí de manera voluntaria para huir del sol de justicia que en ese paraje debía castigar con puño de hierro. Me hizo gracia a mí mismo aquel pensamiento porque en ese instante la temperatura era agradable y la sombra de aquel árbol aún no había pasado a ser objeto de cortejo. Sin embargo, un poco más hacia el sur, otros dos caballos, uno de capa castaña y el otro alazán, se movían inquietos a pleno sol, como maquinando algún plan para conquistar la sombra. Y entonces me acordé de esos viejos que bajan en Benidorm, nada más amanecer, para sentirse astronautas y conquistar la playa clavando el mástil de la sombrilla. Quise pensar que el caballo blanco no estaba amarrado y que ese día había madrugado para reservarse la sombra del árbol, como los jubilados hacen con la primera línea de playa.
Lo que es una espera, pensé, y las cosas tan tontas que tu mente puede construir con el aburrimiento. Y en ese preciso instante un chirrido del demonio me hizo retornar de Benidorm como por tele-transporte. Volví la mirada hacia el desguace y la enorme cancela oxidada se estaba abriendo. Un hombre de avanzada edad tiraba a duras penas de aquella enorme puerta metálica cuyas bisagras no habían ni escuchado hablar en su vida de la existencia del aceite lubricante. Una vez que aquel viejo ató el bastidor de la cancela a un poste de hierro con un alambre, al cual le dio unas cuantas vueltas con un alicate, me miró y me preguntó qué quería.
Buscaba un coche, un coche que en un punto kilométrico determinado, en una de tantas carreteras, cambió su destino bruscamente y acabó en aquel cementerio. Lo buscaba para que me hablara, para que me ayudara a entender qué paso aquella tarde, en aquel cruce; aquella tarde en la que dos familias quedaron destrozadas para siempre. Y es que los coches destrozados hablan, en ocasiones hasta gritan, mostrándote sus heridas.
Así es. Al igual que un forense realiza una autopsia a un cadáver, cuando la muerte es sospechosa y necesita pruebas sobre la verdadera causa de deceso, en la investigación de accidentes de tráfico se puede decir que hacemos la autopsia a los coches. Y yo, por más años que lleve dedicado a ello, aun siento mariposas en el estómago cuando camino por los desguaces, entre amasijos de chapa apilados, y por fin me encuentro de frente con el coche que busco. En ese momento experimento una especie de trance y siento que conecto con el coche, con sus arrugas, con sus deformaciones, con sus heridas en definitiva. A veces incluso cierro los ojos e imagino en mi mente el accidente, lo veo suceder. Y es difícil no sentir escalofríos porque antes de ir a esa cita con el coche ya conoces que su conductor, un joven padre de dos niños, detuvo radicalmente su vida ahí dentro, dentro de esa carrocería en la que se encuentran esparcidos objetos personales de esa persona. Inspeccionar un coche destrozado a causa de un accidente de tráfico es como una especie de big data, puedes hacerte una idea de cómo era esa persona. Abres la guantera y encuentras su música, su orden o su desorden. Un simple paraguas tirado sobre la moqueta del piso te habla de su elegancia y si carecía de ella. Una agenda, un lápiz, un periódico de aquel día, en cuya portada pude leer la noticia de que el Partido Popular planeaba fiscalizar el patrimonio de sus altos cargos cada dos años. No le ha dado tiempo. Quién le iba a decir al sonriente Mariano de la fotografía que ilustraba la noticia que tres meses después iba a estar registrando pisos y locales cerca de los yayo-conquistadores de playas levantinas.
Un desguace de coches es un lugar que sobrecoge, un lugar en el que tienes la sensación de que las almas atormentadas por su fatalidad siguen junto a su coche, cuidándolo, protegiéndolo, esperando a que éste cuente lo que pasó aquel día, mostrando sus heridas, y entonces, sólo entonces permitir, que sea transformado en un cubo de aceros entrelazados.
Caminaba quedamente entre muros de coches amontonados, unos sobre otros, coches que ejercían de ladrillos circunstanciales, todos ellos destrozados por un instante fatal e imaginaba qué historia habría detrás que cada uno de ellos. Al llegar a la puerta metálica observé al viejo del pelo blanco sentado en una silla de playa, junto a una sombrilla que combinaba tonos naranjas y azules, clavada en una lata de aceite llena de tierra. Pero no tenía delante el mediterráneo sino un mar de historias. Me despedí de él y caminé hacia mi coche. Y antes de subir a él miré hacia el árbol solitario. La sombra se había desplazado unos metros y en ella ya no estaba el caballo blanco.