Sé que las personas que me conocen esperarían que este primer artículo tratara sobres las próximas elecciones. Sin embargo, me siento en la obligación moral de abstraerme momentáneamente de la atmósfera política y futbolística que lo invade todo y centrarme en un hecho que, no por pasar más desapercibido, es menos importante. El próximo viernes es el Día del Celíaco y quiero mostrar solidaridad con un colectivo que, sólo en Sevilla, incluye a casi 20.000 personas.

Cuando comencé a tener relación con la enfermedad hace más de una década –soy padre de una hija celíaca y la naturaleza se ha encargado de concienciarme– el desconocimiento era absoluto. Hoy, sin embargo, es bastante común que cuando a alguien le menciones la enfermedad sepa, al menos, que consiste en una intolerancia al gluten y que los que la padecen no pueden ingerir trigo y otros cereales. También es bastante común encontrar quien te diga «ya hay muchas cosas para celíacos».

Y es cierto. Pero todo lo que se ha conseguido en los últimos años ha sido por la visión comercial de algún establecimiento que veía en el colectivo un apetitoso nicho de mercado o, sobre todo, por el esfuerzo de un puñado de afectados que han dedicado de manera desinteresada gran parte de su tiempo a intentar mejorar la calidad de vida de personas que cuando salen se tienen que conformar con una pechuga de pollo a la plancha mientras los que están a su alrededor se deleitan con una cola de toro o unas espinacas con garbanzos, o viven con resignación el hecho de que una modesta pieza de pan cueste más de tres euros de media.

Lamentablemente los poderes públicos, en este asunto, no están, aunque se les espera. De momento ni la Junta ni el Gobierno están a la altura, y es una pena.