Recuerdo cuando los sevillanos pasaban del guitarrista y compositor trianero Rafael Riqueni del Canto. Ya era un genio del toque, pero a Sevilla le importaba un pimiento éste y otros guitarristas flamencos. En las primeras bienales, José Luis Ortiz Nuevo, director del festival sevillano, programaba conciertos de guitarra en el Lope de Vega y no iba apenas nadie. Recuerdo uno del gran Enrique de Melchor, con setenta personas en el patio de butacas y tres o cuatro en el gallinero. Por eso ayer, cuando vi lleno el Teatro Cartuja Center Cite de Sevilla para escuchar a Rafael Riqueni, me pregunté qué había pasado. Había pasado, creo, que Sevilla ha cambiado y que no es la misma de hace cuarenta años. Ahora sabe que el maestro Riqueni es un genio de la guitarra al que hay que apoyar y del que hay que disfrutar. Tres horas estuvo el maestro sobre el escenario y no se movió un alma. Y él, claro, no se quería ir a su casa porque soñó siempre con eso, con ver a los sevillanos llenando los teatros en los que toca como los mismísimos ángeles, como tocó anoche, con una sensibilidad increíble. Tres horas, tres, abrazado a ese pozo con viento, en vez de agua, que es la guitarra, al decir del poeta cántabro Gerardo Diego. Tres horas en las que primero nos llevó al Parque de María Luisa en coche de caballos, para luego soltarse y ofrecer una segunda parte apoteósica. Sí, cuando llevábamos ya ciento ochenta minutos encajonados en las butacas viendo cómo Tomás Pavón pescaba en la Barqueta engañando a los barbos por soleá y seguiriyas trianeras, y a Joaquín Turina mirando asombrado la Torre Pelli, la hermana moderna de la Giralda. Sevilla estaba allí, con Rafael, que nos regaló no solo su arte, esa música suya que parece salir de una Sevilla subterránea hasta ahora desconocida, sino el de Antonio Canales liado en un mantón de La Argentinita, el de Arcángel oliendo a Caracol por seguiriyas, el de Ana Guerra rizando el rizo de los tonos, el de Diana Navarro parando el pulso de los jilgueros y el de Rocío Molina bailándole al vuelo de una mariposa invisible. No fue una noche de picados vertiginosos, sino de arpegios y trémolos bordados a mano con hilos de seda. No era una pachanguita aflamencada, de esas que tanto abundan en este tiempo, sino una reunión de grandes músicos que habían decidido perfumarnos con una música suave, sentida y limpia. Y cuando parecía que el maestro ya se iba nos regaló un estreno, una farruca dedicada a Mario Maya. Breve, casi como el vuelo repentino de un pájaro sobresaltado, pero intensa y enormemente descriptiva. Vi bailar a Mario mientras Rafael tocaba la pieza con una delicadeza en sus dedos que daban ganas de llorar. Y Sevilla sin irse. Parecía que el maestro y los sevillanos habían apostado a ver quién aguantaba más en el teatro. Soleares, fandangos de Huelva, bulerías dedicadas a Lole y Manuel... Y el maestro, por fin, habló. Tímido, lento, con signos de cansancio, pero habló y el público se levantó para darle seguramente el mejor aplauso de su carrera en esta ciudad, la suya, donde hace décadas Rafaelito lloraba a veces por los rincones porque no entendían su música ni esa cabeza tan suya que es capaz de crear maravillas como Parque de María Luisa o la farruca de Mario Maya. Rafael es un genio, sí. Genio es el que llega a un arte y nada es ya igual que antes de llegar. La guitarra flamenca de Sevilla tuvo su época de oro con el Niño Ricardo. Ahora es el tiempo de don Rafael Riqueni, el maestro de Triana. Sevilla se ha enterado por fin y anoche, cuando acabó el concierto, los barbos del Guadalquivir iban cantando a la altura de la Barqueta aquella letra que mascaba Tomás Pavón mientras su hermana Pastora y el Pinto se quitaban la baba con un pañuelo de lunares:
Tengo el gusto tan colmao
cuando te tengo a mi vera,
que si me dieran la muerte
creo que no la sintiera.
Felicidades, maestro. Gracias, Sevilla.