Comienza a ser más que preocupante el clima de crispación y el nivel de intolerancia que se viven en las calles. De momento, los lugares en los que esa actitud beligerante y odiosa se ha dejado ver con mayor contundencia han sido el País Vasco y Cataluña. Los independentistas de un sitio y otro, intentando boicotear actos de campaña de los partidos de derecha, es el ejemplo de lo que es España hoy. Los que llaman fascistas a unos siendo tan fascistas como denuncian; los que piden juicios justos intentando, al mismo tiempo, callar voces que deben escucharse en democracia porque de eso va la cosa; avergüenzan a cualquier persona que se siente demócrata.
Da miedo ver las imágenes que se nos ofrecen en las diferentes cadenas de televisión y fijarse en las caras de odio y de rencor. Da miedo intuir que, en estas circunstancias, un gesto, una mala caída, una frase más alta que la otra, puede desencadenar un verdadero desastre. Da miedo saber que nos asomamos a un precipicio y nadie pone un punto de cordura.
Nada puede justificar un acto violento. Y no voy a ser yo el que lo haga. Pero tampoco se puede ocultar que el estado de crispación se alimenta desde las dos partes. Si alguien no entiende o no comparte lo que digo puede echar un vistazo a las redes sociales o a los medios de comunicación. Las cosas que se leen a diario en Twitter o Facebook son tremendas. De los que dicen ser simpatizantes de Vox y de los miembros de las CUP, de los que votan opciones de derecha y de los que votan opciones de izquierda. Por otra parte, las declaraciones de los líderes políticos dejan boquiabierto a cualquiera.
No puede olvidarse que la realidad no es una parte de lo que sucede, es todo lo que pasa.
El insulto, intentar caldear los ánimos o decir un disparate que resulta tóxico para la convivencia, parece que se ha instalado en nuestra vida diaria. Y esos mensajes que llegan desde los extremos que aluden a la valentía al expresar lo que pensamos, aun sabiendo que eso se va a convertir en un afán de insultar y hacer daño, son la peor de las ideas que se me ocurren cuando la sociedad está tan quebrada. Sí, quebrada. Cada vez hay más ricos y más pobres; las clases medias están en peligro de extinción. O se está en un extremo o se está en el contrario.
Hace poco nos sorprendía que hubiera personas que presumieran de no leer nunca, nos dejaba atónitos. Ahora, además, vemos cómo se presume de estar vinculado al insulto porque las cosas hay que decirlas. Dejamos la cultura de un lado y el resultado es este: tontos que repiten mensajes sin profundidad que solo sirven para que algunos políticos encuentren una forma de vida.
Pues no. Ser valiente es defender el bien común. Y si hay que renunciar a una idea propia para conseguir que la realidad sea mejor para todos, se renuncia. Eso sí que es valentía. Ser progresista no es impedir que una candidata a ser diputada pueda desarrollar su discurso. Rebatir las ideas que no casan con la propia forma de entender la vida es lo que hay que hacer. Desde el diálogo y no desde la confrontación. No se puede insultar ni perseguir a nadie por acudir a un mitin de Vox. No se puede dejar de leer o de ir al cine o de acudir al teatro y presumir de ser, cada día, más idiota. Un pueblo que no es culto está condenado a convertirse en un rebaño fácil de guiar hasta territorios en los que la falta de ideas acaba con las libertades individuales y colectivas.
Me produce una inmensa tristeza comprobar cómo los jóvenes españoles (muchos) gritan y se manifiestan echando espuma por la boca, sin ideologías amplias y solventes que justifiquen cualquiera de sus actos. Me provoca una enorme tristeza saber que avanzamos hacia el desastre más absoluto. Ser unos burros que solo tienen lo material y el dinero como diosecillo o ideas peregrinas como cuna de pensamiento político, no puede terminar bien.