Mi madre fue un ejemplo para mí en muchas cosas, pero sobre todo en su capacidad de trabajo y lucha: era el principal espejo en el que me miré siempre. No la escuché quejarse nunca cuando se levantaba a las seis de la mañana para ir a trabajar a un almacén de aceitunas de Coria del Río, El Pollo, al que a veces se iba andando desde Palomares, entre los olivos, porque le fallaba el despertador y perdía el autobús. Si llegaba tarde, la echaban para atrás y regresaba de nuevo andando a casa, se cambiaba de ropa y se iba a coger algodón o aceitunas, lo que hubiera, para no perder el jornal de ese día. Tras el duro día de trabajo, le esperaban en casa algunas horas de lebrillo, anafe y niños que lavar y alimentar. Y todo sin tener al lado un hombre que le dijera lo guapa que era, le acariciara el pelo, la llevara al cine o la hiciera sentirse una reina. Cuando murió, no hace ni dos años, cobraba 50 euros por mi padre, que la dejó viuda y con tres niños, el mayor de 3 años. Jamás celebró el Día de la Mujer Trabajadora. «Para celebraciones estoy yo», decía. Yo sí lo celebro. ~