El ganso de Nochebuena (I)

Mariquita era una gallina blanca que habíamos criado en casa con maíz y trigo, luego sus huevos eran de toda garantía y con un color de yema distinto al de los huevos de gallinas de granja

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
15 dic 2017 / 21:39 h - Actualizado: 15 dic 2017 / 21:42 h.
"Desvariando"
  • El ganso de Nochebuena (I)

Faltaban algunas horas para Nochebuena y en casa solo había para la entrañable cena de todos los años un manojo de tronchos, espárragos trigueros recién sacados de la tierra, algunos kilos de papas rebuscadas y una docena de huevos que Mariquita había ido poniendo con esmero, como siempre, ante la vigilante mirada de mi madre, que en seguida que los ponía los cogía y los guardaba en una canasta de mimbre que después ponía debajo de su cama, porque era el lugar más fresco de la casa. Ese y el pozo, pero guardar los huevos en el pozo era arriesgarse a perderlos, porque era un pozo al que se acercaban muchas personas a por agua a lo largo del día. Hasta que a un vecino le dio par hacer un pozo ciego y el agua comenzó a oler a perros muertos, así que la utilizábamos solo para regar las rosas, que, curiosamente, olían a gloria.

Mariquita era una gallina blanca que habíamos criado en casa con maíz y trigo, luego sus huevos eran de toda garantía y con un color de yema distinto al de los huevos de gallinas de granja. Eran amarillas, casi tan amarillas como las plumas de un canario. En el pueblo era tradicional matar un pollo en Navidad, pero una morriña nos había dejado sin pollos de engorde, que eran siempre los elegidos porque cundían más que un pollo normal. Los había que pesaban más que un pavo. Acordamos comprar uno, o sea, un pollo de engorde, porque el pavo era un lujo al alcance de pocas familias: las del alcalde, la del cabo de la Guardia Civil, la del estanco, la de la farmacia... Pero la escasez de los pollos de engorde los encareció y mi madre nos comunicó que no había dinero para comprar uno. No olvidaré jamás el velo de tristeza en sus ojos al darnos la terrible noticia.

Como obligados por una fuerza misteriosa, extraña, miramos todos a la vez para el jaulón de Mariquita, que, dicho sea sin ánimo de hacer apología de la zoofilia, estaba bastante hermosa, como para embaularla. Ella pareció darse cuenta de nuestras intenciones y se le pusieron pálidas las barbillas y la cresta. Pero mi madre, que ya entonces era una mujer muy práctica, dejó de mirar a Mariquita y nos hizo comprender que teníamos que elegir entre comernos a la gallina o seguir disfrutando de sus exquisitos huevos. Al final, como era lógico, le perdonamos la vida al animal y seguimos disfrutando de aquellas yemas amarillas que nos ponían tan fuertes como el tronco de un olivo.

En aquella época, finales de los años sesenta, ya habían comenzado a urbanizar algunas fincas del pueblo y a las afueras había un gran caserío, con piscina y chimenea, en el que algunas tardes había visto gansos, unos gansos gordos y de plumas muy hermosas, exóticas. Sin decirle nada a nadie, salí de la casa cuando anocheció, salté la alambrada de la finca y elegí a mi antojo el ganso más regordete. Me costó trabajo cogerlo, porque estaban sueltos en la finca, pero era ya casi de noche y volaba poco. Como sabía que cuando entrara en la casa con el ganso mi madre me iba a ordenar que lo volviera a llevar a su sitio, además de molerme a palos, lo eché por encima de la tapia del corral y entré por la puerta tan campante, como el que había ido al pueblo a jugar al futbolín.

Mi madre estaba cocinando ya en la hornilla de carbón unas papas a lo pobre, o sea, papas guisadas con huevos, ajos y una hoja de laurel, y como el día antes había hecho empanadillas de cidra, que les salían exquisitas, cuando llegó la hora de la cena de Nochebuena y nos sentamos todos a la mesa, Colorá, nuestra gata, entró en la casa con el rabo tieso y muy gordo, despavorida, como huyendo de algo desconocido para ella. Temiendo que fuera Azulón, el gato del vecino, que la traía frita, salió mi madre al corral con la paleta de mover la copa de cisco para darle una tunda al minino y descubrió que era el ganso, que estaba entra las macetas haciendo honor al nombre de su especie.

—¡Milagro! ¡Milagro! –gritó–. Si yo sabía que en este maldito pueblo había personas con corazón. ¡Un ganso! ¡Un ganso! ¡Han echao un ganso por la tapia! ¡Corred, niños, que ya tenemos cena de Navidad!

Salimos todos al corral y ya había agarrado mi madre al ganso por su largo pescuezo.

—¡Qué bien, omá! ¡Un ganso! ¿Quién lo habrá echao por la tapia? –preguntó mi hermano.

—¡Ha sido el Niño Dios! –dijo mi hermana, que ya creía en esas cosas.

Mi madre pidió serenidad y lo primero que hizo fue suspender el cocinado de las papas a lo pobre y mandarme a casa de Paulino, el de la taberna, por medio litro de vino blanco.

—El ganso es bastante duro, pero en Nochebuena se come tarde, de las doce en adelante –comentó mi madre mientras le quitaba las plumas al animal, al que le había retorcido el pescuezo hasta acabar con él. ~