De unos años acá, todo es cocina. Hasta un congreso de partido con representación parlamentaria está narrado a partir del menú del que disfrutan candidatos, compromisarios y afiliados, si es que en este tipo de acontecimientos cupiera el solaz en desayuno, café, almuerzo, merienda y cena. Y no solo porque las corrientes ideológicas cortan la mayonesa, sino por la dificultad de dar de comer en condiciones a un grupo con más de diez personas.

En España hemos aprendido a marchas forzadas a disfrazar un menú con estrellas Michelín. En cualquier bar de mala muerte tienen el detalle de escribir los platos a escoger en un pizarrón atado a la papelera. De primeros: caldo de poularda a la reducción de Pedro Ximénez o macarrones al gusto de Sicilia con abrigo de quesito y lluvia de rúcula. De segundos: Pluma de liebre en salsa de hongos o cascabel de trucha salvaje con su toque de ibérico. Y todo a doce euros: el caldo de Avecrem con vinete peleón o los macarrones al horno; el anca de gato que flota en crema Knorr de champiñones o la media trucha con una loncha de beicon. Por eso, donde esté un gazpacho...

El gazpacho es el mejor invento de este país que dio con la fórmula de la fregona y el chupachús. Ni la tortilla ni la paella reflejan la esencia de nuestro individualismo como este gozo veraniego, pues si bien hay muchas maneras de hacer una tortilla de patata y algunas –no muchas, salvo que se caiga en sacrilegio– de plantear una paella, no existe una receta igual para el gazpacho, a pesar de la humildad de sus ingredientes. Un gazpachito distinto en cada casa, en cada familia, y todos –o casi todos– para quitar el hipo: con ajo o sin ajo, con pepino o sin pepino, con guarnición o sin ella.