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El hombre que cruzaba pasos de cebra

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07 may 2016 / 19:46 h - Actualizado: 07 may 2016 / 20:03 h.

Fue algo triste y entrañable a la vez, fue un momento tan oportunamente sucedido ante mis ojos que me siento obligado a dar de ello cumplido testimonio y esbozar, sin atreverme a formularla, su moraleja. Sin saber tampoco si sobrepasa lo anecdótico o si encierra alguna filosofía trascendente. Imagínenlo. Paso de peatones, no recuerdo exactamente dónde. En una acera, con pretensión de cruzar la calle, la figura mal dibujada de un indigente de movimientos imprevisibles. Su desconexión del mundo de lo real, recogiendo del suelo su sombra para poder sumar con ella a su borroso perfil un poquito más de entidad, le hace atender apenas al tráfico que pretende llevárselo en su fuga por delante. Asoma sus primeras pisadas sobre las gruesas teclas del piano de cebra en el asfalto como buscando las luces del semáforo inexistente. Se expone y no se atreve y en su duda, ya digo, ningún coche se le detiene. Hasta que rompe en decisión como un mascarón que adelanta su pecho de vino en el encuadre de los parabrisas que se aproximan y los parachoques al fin, bruscamente, evitan el atropello y le franquean el camino. En su nebulosa mental interpreta felizmente el frenazo como una reverencia que le cediera el paso y que a la vista de su porte transforma en una dignidad recobrada. Su vulnerable apariencia de rendición a la vida se rearma. Desaparece la asumida indiferencia del mundo a su existencia, esas eternas cuentas que lo convierten en transparente e impertinente a los ojos de la humanidad. Es que el trazo indeciso de su cuerpo, reducido a unos huesos que no le servían de cimiento, lleno de derrotas y de naufragios, al pairo de las horas y los días, se percató de pronto –Moisés en el Mar Rojo, general dando revista a su artillería– que el tráfico obedecía a su voluntad y su arbitrio. Por su sonrisa de orgullo (que ni un jefe de Estado entrando entre lanceros a Palacio) me pareció que volvía pletórico a sentirse persona. Que reconstruía la autoestima que dejó arrugada dentro de tantos tetrabrik de tinto. Y que se disponía –el aire ponía mueca de payaso– a volver atrás a repetir el descubrimiento cuantas veces le pidiera este gozo olvidado de ser humano. Ya les digo, no sé qué enseñanza me quedó en el alma rota por el episodio. Pero como ante todos los mendigos, de nuevo me pregunté si pude ser o si seré yo algún día, perdido y desafortunado, ese hombre que para sentirse mínimamente alguien necesitaba cruzar pasos de cebra.