Por Emilia Carrasco Aguilar, ganador de la IX edición de Excelencia Literaria
Ani había dejado de sentir el suelo bajo sus pies. Ahora que podía pensarlo con tranquilidad, morir no había sido horrible. Fue como entrar en un sueño placentero: cerrar los ojos para abrirlos en una vida totalmente nueva.
Ani pensaba, y aquello, pensar, sólo podía significar una cosa: su sha, el alma, se había desprendido de su cuerpo momificado y navegaba por un largo río, esperando encontrar la entrada al paraíso, Aaru.
El camino que debía recorrer estaba lleno de peligros que los vivos imaginaban terribles y que, en efecto, harían huir hasta al más valiente de los faraones. No sólo tendría que enfrentarse a fuerzas demoníacas, disfrazadas de adorables criaturas, o a serpientes venenosas de las que uno no puede escapar, sino que iba a someterse al Juicio de los dioses.
A la vez que iba recorriendo el sendero (que estaba flanqueado de árboles de un verde intenso, de papiros en el limo y edificios celestiales de la más blanca piedra), sus propios demonios aparecían alrededor: una mujer alada gritaba y lloraba, mientras intentaba volcar la barca. Víboras cornudas le siseaban al oído todos los errores que Ani había cometido en vida. Aquellos de sus seres queridos a los que no había sido capaz de perdonar, aquellos que seguirían guardados en su corazón mientras persistieran las pirámides...
El escriba sabía cómo evitar aquellos males: el manuscrito que había comprado años antes de su muerte con todos sus ahorros, tenía las pistas necesarias para llegar sano y salvo al Juicio. Y así lo hizo.
Los portones de oro macizo, tallados con figuras de los dioses egipcios Hathor y Horus, se erigían frente a Ani. En cuanto se bajó de la barca, se abrieron a su paso.
Osiris, con su piel verde y su corona de Atef, iba a ser su guía y protector en el mundo de los muertos. Caminaron por un largo pasillo sostenido por cientos de columnas, detrás de las cuales miles de almas residían a la espera de que se les permitiera la entrada en el Duat, el Inframundo.
Poco después Ani estuvo listo para ser juzgado. La diosa Maat entró ceremoniosamente en la sala, alta y esbelta. De su pelo negro sobresalía una pluma bicolor, que depositó sobre una balanza de madera.
Ani dio un paso al frente. Anubis cogió el amuleto del Tuhat, el escarabajo que representa su corazón, y lo posó en el otro plato de la balanza.
Este juicio determinaría si merecía gozar durante la eternidad con los dioses, o ser arrojado a la devoradora de almas. Sólo hacía falta equilibrar el peso de los amuletos. La pluma de Maat se balanceó. Bastaba una leve diferencia respecto al escarabajo para que Ammyt obtuviera su nueva presa.
Con leves movimientos hacia abajo, hacia arriba, la pluma osciló. Maat la miraba impasible, mientras Ani, flanqueado por dos guardias del Inframundo, tragaba saliva: aunque su vida había sido piadosa, los oscuros secretos del pasado iban a salir a la luz.
Un sudor frío recorría el cuerpo del egipcio. De pronto, y escuchó una trampilla que se abría. Aunque el amuleto seguía balanceándose, Ammyt estaba lista para el ataque. De su cabeza de cocodrilo brotaba una larga melena de león. Inspiraban terror sus patas delanteras, de tigre, y las traseras, de hipopótamo.
El ib seguía en movimiento, hasta que la pluma eligió el destino de Ani.