El juicio del mono

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25 feb 2017 / 19:33 h - Actualizado: 25 feb 2017 / 19:41 h.

Dayton, Tennessee, 1925. Ante unas zarzaparrillas heladas en el Robinson para amortiguar el sofocante calor, un selecto grupo de vecinos diseñaba la estrategia para llevar ante la justicia a la ley que, aprobada pocos meses antes por el Parlamento del Estado, prohibía que se explicase en la aulas la teoría de la evolución de Darwin. John T. Scoope, joven profesor de educación física, se ofrecería como chivo expiatorio. Había que provocar que la ley se aplicase para así poder recurrir la sanción ante los tribunales. Una vez el caso estuviese en sede judicial podría esgrimirse la inconstitucionalidad de la ley. La estratagema salió como previsto. Scoope fue detenido y procesado, anunciándose la apertura del juicio para unos meses después, facilitándose así la asistencia de los prestigiosos testigos anunciados por las partes. El juicio de la ciencia contra la fe acababa de empezar de este modo tan humilde, Darwin contra el Génesis o el juicio del mono, como fue nombrado.

La sencilla y sureña ciudad de Dayton fue aquel año de entreguerras centro mundial de atención. El juicio del siglo atrajo a cientos de periodistas, profesores y curiosos. Cuenta Philipp Blom, de quien tomo el relato, en su entretenido libro La fractura. Vida y cultura en Occidente, 1918-1938, Ed. Anagrama, 2016, que el valiente Scoop, el procesado, incluso llegaría a desaparecer físicamente de la escena, al punto de que el juez que presidía el proceso un día preguntó si se encontraba presente. Entre la muchedumbre un joven desconocido levantó la mano y se identificó. La voz cantante de la acusación le correspondería a W. J. Bryan, líder del partido demócrata y sujeto ultra religioso, en cierto modo artífice intelectual de la ley. Por su parte, la defensa la asumió gratuitamente el prestigioso abogado Clarence Darrow, un libre pensador con necesidad de purgar ante la sociedad algún trabajo anterior poco popular. Cuentan las crónicas que fue un duelo titánico que terminaría en un brutal choque de incomprensión. Cada uno de los presentes en aquel juicio de Dayton, y podría afirmarse que todos los que lo siguieron continuaron pensando lo mismo, nadie cambió de opinión. A Scoope le confirmaron la multa, aunque luego la anularía un Tribunal superior apoyándose en un defecto de forma.

Pareciera que hemos vuelto a las andadas. La creencias profundas, la fe o las íntimas convicciones difícilmente entran en duda cuando se las enfrenta a la ciencia. Los dogmas, más aún los que se tienen por sagrados, son duros de torcer. Por eso no deben entrar nunca en el aula, en ninguna, menos aún en las universitarias, salvo que lo sean como objeto de estudio. Hacerlo es convertir la tarima en púlpito y al profesor en predicador de una fe indemostrable.