El junco que se dobla pero nunca se quiebra, como la pluma de Martínez de León definiese la incombustible moral bética, fue Juan Merino la aciaga noche del derbi inexistente, lo más bético que pisó la hierba de un coliseo nervionense que ha conocido mejores tiempos de rivalidad.
Los que allí se citaron bajo el honor de darlo todo por la camiseta que no sudan, deberían reflexionar sobre el hartazgo de una afición soberana que ya, solo vive de recordar victorias contadas. Merino se encontró con la difícil misión de obrar el milagro de rehacer y hacer en una semana lo imposible. Y con esas, cogió los trastos dispuesto a afrontar el lance acompañado de un equipo nulo en preparación física; perdido, sin rumbo y separado del lodo por escasos puntos.
Ahora tiene ante sí la compleja tarea de reorganizar el equipo para que esté a la altura de su gente, que está siempre apiñada como balas de cañón, siempre, e insuflar en once privilegiados corazones esa inderrocable moral a prueba de derrotas, que diría Moreno Galvache, algo que él de sobra sabe porque su propio padre se dejó el suyo en las gradas del Benito Villamarín.
Juan Carlos Ollero es y debe ser el presidente del Real Betis Balompié sin más, y junto a la ilusión, profesionalidad y tesón de Haro y Catalán, conocedores de ese Manquepierda libre de malinterpretaciones que les hizo derrotar al Goliat loperil aquella noche de septiembre, trabajar para erradicar la palabra sufrimiento del diccionario bético y devolverle el Real Betis Balompié a los béticos, además de al propio Betis, al Real Betis Balompié.