Nos enseñan desde pequeños, con la boca también pequeña, que todos somos iguales. Pero antes de crecer nos van demostrando que no es verdad. Nos hablan con un tono distinto de voz, nos sobreprotegen de modo diferente, esperan triunfos distintos de cada cual. Luego, hombres y mujeres, hemos pensado que somos distintos, en efecto y por suerte, pues en nuestra complementariedad está nuestra riqueza. Otra cosa, bien distinta, son los derechos, que deberían ser exactamente los mismos y no lo son. Ni en Pekín ni en mi calle, porque, al margen de sueldos, nuestros derechos van unidos a las expectativas que los demás depositan en nosotros, al margen de lo que tengamos entre las piernas.
Y en pleno siglo XXI, el drama femenino, incluso donde se supone que hemos avanzado mucho, continúa. Porque avanzamos a golpe de escaparate y promoción, de saber lo que hay que decir, lo que quieren escucharnos, de forzar lo que pensamos por lo que deberíamos pensar. Pero las conductas ocultas, la complicidad machista, la implícita virilidad en las estrategias del mercado, que es nuestro mundo, siguen a su aire.
A las mujeres allí les prohíben el bikini y aquí el burkini. Aquí comercializan su imagen y allí la penalizan. Pero ni aquí ni allí se paró la sociedad machista a preguntarles nada.
En plena Triana, tres viejos pasados de rosca se creían que el mundo llevaba siglos sin girar. Vieron pasar a la muchacha y contaron su chiste hiriente y sin gracia. Luego se sorprendieron de que ella también tuviera opinión, y la amenazaron de muerte. Menos mal que la chica, y la policía, los puso en su sitio. Ojalá que algún día las órbitas de hombres y mujeres empiecen a coordinarse, sin violencias ni piropos. Con la seriedad del humanismo. Así de simple. Así de justo.