El negocio que nos falta

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Miguel Aranguren @miguelarangurn
04 jul 2016 / 10:04 h - Actualizado: 04 jul 2016 / 10:04 h.

Durante los últimos días de junio y los primeros de julio, los aeropuertos de España son un hervidero de grupos de adolescentes cargados de mochilas, braquets y granos, con gesto de sentirse perdidos ante la aventura de marcharse, por primera vez, lejos del regazo de sus padres. La isla coronada del Brexit y la entrañable Irlanda son su destino. De hecho, quien alguna vez haya viajado a los islotes del fish & chips durante estas calendas, habrá encontrado, no sin cierto disgusto, que no hay aldea, pueblo o ciudad en la que no se eleven los gritos de nuestros jóvenes patrios, en ese habla desenfadada, incorrecta y pobre que confunden con el español.

Las islas de la patata y el guisante hacen caja a nuestra costa. También los Estados Unidos de Norteamérica, el Canadá anglófono y hasta Australia (para los bolsillos pudientes), y Malta, por extraño que parezca, en donde se enseña un inglés asequible a las economías de andar por casa. Lástima que en España –cuna de la lengua de las lenguas, la tercera más hablada de todo el planeta– no sepamos sacarle rédito al mismo invento, cuando el interés por el uso de la eñe no conoce fronteras. Lamentablemente, hasta el momento sólo ofrecemos paellas y gambas a la plancha, hoteles con encanto y pensiones para las borracheras mediterráneas del hooligan rubicundo, sol garantizado, arte por todas las esquinas y una moral decadente que al extranjero marrajo le abre las puertas a toda clase de excesos. El Instituto Cervantes es un magnífico invento que ha despertado la pasión por el Quijote en idiomas donde no hay traducción para bacina, jamelgo o nobleza, lo que me parece digno de estudio. Sin embargo, todavía no ha logrado que la economía española engorde un poquito gracias a los cursos de español en la Península. Academias, residencias y familias de acogida podrían ser un nuevo motor de alegrías. Y como sucede en los cursos de inglés que cursan nuestros mozos y mozas, también garantizaríamos que –por los 2.500 o 3.000 euros que paga cada padre– los inscritos apenas aprenderían nada. La Gran Vía, el barrio de Santa Cruz, la judería cordobesa o las bodegas de Jerez y El Puerto serían un guirigay de imberbes voceando sus idiomas de cuna, con los que haríamos, sin duda, el agosto.